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Barenboim de auténtico lujo

  • Daniel Barenboim borda la 'Septima sinfonía' al frente de la Staatskapelle de Berlín y comienza con éxito el ciclo de tres conciertos en el Palacio de Carlos V

Pocos privilegios hay en el mundo de la música clásica como escuchar una sinfonía de Bruckner interpretada por uno de los directores que más en profundidad lo conocen y que más partido pueden sacarle a sus partituras: Daniel Barenboim. El Festival Internacional de Música y Danza de Granada gozó ayer de ese privilegio con la Séptima sinfonía en Mi mayor. Pero no sólo eso. El privilegio será triple durante este fin de semana, porque cada uno de estos días estará dedicado a cada una de las tres últimas sinfonías del compositor austriaco. El público disfrutó anoche como nunca.

Barenboim, como Sergiu Celibidache, es una de las grandes autoridades en Anton Bruckner. Anoche, al frente de la Staatskapelle de Berlín, formación con la que lleva cinco años acudiendo a la ciudad para clausurar el certamen, hizo un auténtico trabajo de experto joyero. Fue fulminante.

La monumental y densa obra de Bruckner, un compositor al que hay que escuchar con paciencia y devoción para saborear la enorme riqueza que se oculta suavemente en sus partituras, tuvo en Barenboim a un cómplice, a un enamorado, a un apasionado admirador que hizo que la música flotase lentísima, casi místicamente, en el Palacio de Carlos V.

La Séptima sinfonía es un remanso de paz y quietud desde sus primeros compases, cuando las cuerdas empiezan a alzarse de un modo solemne, parsimonioso, con mucho de melancolía en su fondo, pero también con un resplandor inquebrantable de esperanza. Y allí estaba Barenboim para ir encajando tanto mundo interior, para hacer que los distintos estados de ánimo se fueran entrelazando con cada nota, haciendo disfrutar al público con cada minuto de música.

El primer movimiento, siempre ascendente, dejó ver las poderosas cuerdas de la Staatskapelle, formación apabullante en la ejecución de la obra. Y apabullante, sobre todo en el segundo movimiento, el más famoso de la sinfonía, escrito por Bruckner cuando conoció la muerte de Wagner y que está impregnado del espíritu del autor de Tannhäuser. Hermoso hasta el delirio, el Adagio de Bruckner casi tenía hasta el aroma de la Alhambra como aliado. Barenboim fue haciendo crecer la intensidad de la partitura, manejando a la orquesta a su completo antojo, mágico y señorial. Sólo por ese movimiento Bruckner consigue hacer verdaderos devotos de su obra. Fue un himno, un canto en profundidad al espíritu humano.

El tercer movimiento, el Scherzo, mostró la vitalidad de la orquesta y la jovialidad de Bruckner en la composición, además de la brillantez de los metales en los pasajes más comprometidos. A esas alturas de la obra, el público asistente al Carlos V estaba absolutamente embebido con la fuerza que se desprendía del escenario.

No hizo falta más para que Barenboim entrara en un Finale esplendoroso, en el que los temas de todos los movimientos se iban sugiriendo, enunciando, alternando. Cuerdas incisivas, metales contundentes y una orquesta que funcionaba de la mano de Barenboim de modo marcial. Ahí quedó establecida la Séptima, fijada al Carlos V. Y lo bueno es que esta noche habrá más.

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