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Cortázar vuelve a París todas las noches

  • El Museo de Bellas Artes de Buenos Aires celebra el centenario del autor con una exposición que retrata al hombre en su intimidad y apenas se adentra en las profundidades de su obra

"No uses las grandes palabras, por favor", un diálogo del relato La barca o nueva visita a Venecia, es una de las citas que abre la exposición Los otros cielos, que desde la pasada semana puede visitarse en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, y posiblemente también fue una de las consignas que tuvieron en cuenta los comisarios Juan José Becerra y Graciela García Romero a la hora de organizar una propuesta dedicada a celebrar el centenario del nacimiento de Julio Cortázar.

La aproximación al autor de Todos los fuegos el fuego o Queremos tanto a Glenda (Ixelles, Bruselas, 26 de agosto de 1914 - París, 12 de febrero de 1984) se ha hecho en las antípodas de la solemnidad, a través de un recorrido accesible y ameno en el que sobresale, antes que el intelectual -en otro espacio de Argentina, la Biblioteca Nacional, se ha debatido ya la incontestable relevancia de su obra-, el hombre en su intimidad y en los pormenores de su biografía. Fotografías, objetos personales o películas filmadas en Super 8 por él mismo ahondan en esa esfera privada, aunque la muestra se detenga en un título fundamental de su producción, Rayuela, y en sus miedos e inseguridades ante un trabajo que estaba llamado a revolucionar la historia de la literatura. Antes de que el visitante acceda a una de las primeras salas, el narrador argumenta en una grabación que la escritura es un ejercicio emprendido en la más absoluta soledad. "Un creador de ficciones que piensa en un lector determinado está perdido como creador. Potencialmente, el lector existe, es un hermano, pero está al otro lado del puente. En el momento de la creación, el creador está solo".

El recorrido por una personalidad fascinante y contradictoria -los comisarios señalan algunas dualidades, esa pose de "seudoaristócrata" que compagina con su preocupación por la injusticia social, el "burguesito ciego" frente al "escritor militante"; o su condición de melómano de oído exquisito que también disfruta con la ferocidad del boxeo, dos pasiones que volcaría en sus textos- se inicia en la infancia, cuando ya se inventa historias mientras observa el rumbo y la forma de las nubes. Como ellas, el niño se desplaza también de un punto a otro: su padre trabaja como agregado en la Embajada de Argentina en Bélgica -"mi nacimiento", dirá el hijo, "fue un producto del turismo y la diplomacia"-, pero la Primera Guerra Mundial obliga a la familia a mudarse primero a Suiza, luego a Barcelona y más tarde a Banfield, en Buenos Aires. En Los otros cielos se cuenta cómo el pequeño guarda una honda impresión del Parque Güell, hasta el punto de que le revela a su madre que percibe "formas extrañas" que parecen provenir de ese recuerdo temprano, y, aunque su vuelta al recinto diseñado por Gaudí le decepcione cuando regrese a él en 1950, puede que marcara la sensibilidad de alguien que, desde sus comienzos como escritor, exhibirá una perspectiva distanciada de lo convencional.

Una mirada singular a la que ayudan las primeras lecturas, que se detallan en la exposición, donde entre otras pertenencias del autor se exhibe una biblioteca que albergó sus libros. El secreto de Wilhelm Storitz, de Verne, con la peripecia de un hombre invisible que excita su generosa imaginación, las novelas de Maurice Leblanc o los Ensayos de Montaigne, que lee con 12 años, son algunos de los volúmenes que le dejan huella. "Te evoco y veo que has sido / en mi pobre vida paria / una buena biblioteca", rememora en el poema Rechiflado en mi tristeza, en el que se concretan algunas de sus preferencias -Thomas Mann, Roberto Arlt- y que termina con una alusión a un Larousse ilustrado "donde por suerte todavía / aún no había entrado mi nombre".

Un Cortázar ya adulto, que encadena trabajos como maestro de primaria y profesor de literatura francesa en la universidad y que fantasea con dejar atrás su vida sedentaria, encuentra en la pasividad del protagonista de Oblómov un terrible reflejo de sí mismo, pero la obra que supone un verdadero impacto en su ánimo es, como revela la muestra, Opio: diario de una desintoxicación, de Jean Cocteau. El docente que se fotografía junto a sus compañeros, que asiste a un baile, que se enciende su característico cigarrillo, que se mueve por un universo cotidiano, ha descubierto, hechizado, una puerta a lo extraordinario, una nueva manera de expresarse. Ya no se repondrá de esa sacudida. "Y este librito de Cocteau me metió no ya de cabeza en la literatura moderna, sino en el mundo moderno -declaró-. Desde ese día leí y escribí de manera diferente".

Esa educación sentimental propicia que Cortázar habite en sueños, mientras mantiene su residencia en América, un París mítico, esa ciudad irreal y embrujadora que se ha levantado en sus lecturas y películas. Los otros cielos plasma con algunas citas la devoción que siente el narrador por la capital francesa, tan presente en sus creaciones, a la que por fin se muda en 1951 cuando una beca le facilita este desplazamiento: "Yo digo que París es una mujer, y es un poco la mujer de mi vida". Un idilio en el que un Cortázar entregado hace cuanto está en su mano para mantener intacto su asombro, para que no entre el hastío en esa relación, tal como le confía a su amigo de juventud Eduardo Jonquières. "Yo quisiera que París se me diera como la ciudad del primer día. Llevo aquí cuatro meses, pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día en París". El año en que este americano de corazón europeo -o de este europeo que añora América- marcha a su esperado destino es también el de su primera publicación, Bestiario.

Entre escenas de la intimidad del escritor, en las que se aprecia a Cortázar de viaje por Grecia o la India junto a su primera mujer, Aurora Bernárdez, o a los dos inmortalizados como unos modernos Adán y Eva, en la exposición irrumpe con energía arrolladora Rayuela. Mientras el autor escribe ese "libro infinito", se niega a admitir "que esto pueda llamarse una novela" y sopesa el término "almanaque". En 1962, un año antes de su lanzamiento, se muestra consciente de la conmoción que va a provocar su propuesta: estima que será "una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana". Él mismo se reconoce, en una carta a Francisco Porrúa, editor del sello en el que verá la luz su obra maestra, Sudamericana, "abrumado por el peso del artefacto". Cortázar no yerra en sus presentimientos: la crítica cae rendida a los encantos de Rayuela, ante su elegante erudición o esa estructura juguetona y astuta que altera la relación establecida hasta entonces entre una narración y sus lectores, pero el experimento también cala en el público, que se conmueve con la poesía de su prosa o la historia de amor entre Horacio Oliveira y La Maga. Como señala Juan José Becerra, "no hay éxito literario más grande que aquel que convierte al lector en un deudor", un triunfo que protagoniza el argentino.

Quizás porque Cortázar, reacio a considerarse un escritor profesional, se entrega a la literatura buscando en ella el placer de lo inesperado. Quienes son testigos de su proceso creativo, apuntan los comisarios de la muestra, destacan que es un hombre en trance, felizmente ajeno al mundo en ese intervalo. Los otros cielos comparte con los asistentes algunos de los elementos que rodean a Cortázar en su refugio de Saignon, el pueblo de la Provenza en el que reside entre 1966 y 1977, un tiempo en el que prolonga su bibliografía con 62/ Modelo para armar, Libro de Manuel o Alguien que anda por ahí: un acordeón, una guitarra que le regaló Pablo Neruda, un ejemplar en francés de Conversación en La Catedral, la mesa de trabajo y la máquina de escribir que utiliza... En la exposición, la vivienda de Saignon forma parte de una rayuela dibujada en el suelo en la que cada casilla difunde mediante un vídeo un escenario decisivo en la biografía del literato.

Entre los momentos que recupera la muestra sobresalen las imágenes en Super 8 de Octavio Paz y Cortázar en su estancia en la India, y especialmente el discurso que brinda este último en la recepción de la Orden de Rubén Darío, en Managua, en 1982, cuando los médicos le han diagnosticado la leucemia que acabaría con su vida dos años después. El autor acoge ese honor como "el fin de un larguísimo viaje por las tierras y mares del tiempo" y se acuerda de "ese instante de mi joven vida en que cayó un relámpago", cuando se adentró en las páginas de El coloquio de los centauros, de Darío, libro en el que halló "la más alta poesía y acaso mi propio destino literario, mi hermosa y dura condena a ser un pastor de palabras".

CRÍTICO...

Otro de los aspectos que explora Los otros cielos es el de su adhesión, más tarde matizada, a la Revolución cubana desde una visita que realizaría a La Habana en 1963 -"la revolución", comentaría, "me mostró de una manera cruel y que me dolió mucho el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política; los temas políticos se fueron metiendo en mi literatura"-, su compromiso con la causa sandinista o con el Gobierno de Salvador Allende. Pero, frente a ese "cosmopolita de provincias" cada vez más preocupado por América Latina y el sufrimiento humano, hay otro Cortázar vanidoso y seductor que cultiva como pocos autores una imagen sofisticada de sí mismo, que ofrece su mejor cara en las fotografías que le hace Sara Facio, a la que le preguntará en una carta: "¿No tengo algo de Humphrey Bogart?". La cámara de Facio regalará a la posteridad una serie de retratos emblemáticos tomados en 1967, y también en 1974 se enfrentará a una sesión más distendida en la que Cortázar bromea con Gabriel García Márquez y oculta su rostro bajo una careta de látex que se ha rescatado para la exposición. La fuerza de las imágenes que protagoniza el escritor es tal que en otro piso del Museo de Bellas Artes se ha programado otra muestra con sus fotos, Los fotógrafos: ventanas a Julio Cortázar, en la que el narrador aparece tocando la trompeta o cercado por un grupo de niños a los que mira con divertida ternura.

Uno de los apartados finales de Los otros cielos se centra en el interés que Cortázar tuvo por diferentes pintores, entre ellos el español Antonio Saura, a los que dedicó su libro Territorios. La obra colgada en los muros del bonaerense Museo de Bellas Artes de la capital argentina para la ocasión reivindica no sólo la valía de Cortázar como crítico, también su decidida apuesta, desde aquel hallazgo de Opio: diario de una desintoxicación, por un arte híbrido que no entendía de barreras entre disciplinas. Una curiosidad intelectual y una libertad que forjaron una de las obras capitales de la literatura del siglo XX, aunque la exposición, quizás por el componente afectivo con que Cortázar sobrevive al olvido, prefiera hacer hincapié estos días, hasta que cierre sus puertas el próximo día 28, en la vertiente más humana del genio.

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