Crítica de danza, Pep Ramis

Cuerpo de verdades

Cuerpo de verdades

Cuerpo de verdades

La verdad. Vaya tema. El tema. Presente en prácticamente cualquier conversación hoy día. Está de moda la verdad. Citarla al menos. La verdad da razones. Para una cosa o para otra. Es enredosa la verdad. El tarro de las esencias. Quién no querría. Uno desea ser libre. Pero verdaderamente libre. Uno desearía ser original. Pero verdaderamente original. Y así hasta el infinito. El tema. El gran tema. Y la escena no escapa de ello. Aunque, como todo, hay formas y formas de preguntarse por ella.

Pep Ramís, de la compañía Malpelo, empieza su solo en silencio. Tapete blanco, todo polvo blanco, y en silencio. Hay pocas maneras más sugerentes de enfrentarse al debate. Cierta delicadeza, sinónimo de elegancia en tiempos como estos, ayuda. The Mountain, the Truth & the Paradise insiste en buscar desde la fragilidad un lugar cómodo donde ese encuentro con el gran tema no nos lleve al hoyo, que es lo que ocurre, en definitiva, siempre que uno se acerca a eso, a los grandes temas. Un lugar donde la mano sucinta se disloque del cuerpo y toque el cuerpo. Donde el extrañamiento del lenguaje se haga compañero del baile. De la poesía a cierta sonrisa, incluso, como le ocurre a Ramís en alguna ocasión al cantar o recitar sus textos.

Pero quizás lo más interesante del espectáculo sea que su único intérprete, en la soledad del escenario, cada vez más blanco y menos puro, abandone rápido el riesgo de que el cacareado gran tema lo engulla. La precisión de sus tiempos, la calma, la voz cálida como de dejar entrar al otro a lo que allí le ocurre, propicia un ambiente, un no-lugar, donde acompañarle en el viaje no sólo es sencillo, sino gustoso. Puede que por su forma de contar, siempre consciente de sí mismo y sin esos grandes alardes que a veces tanto chirrían en propuestas como esta. O por la utilización de recursos escénicos a priori vistos, pero utilizados con la suficiente inteligencia como para seguir sorprendiendo. La cámara en primer plano sobre las manos dibujando del intérprete durante el reposo del baile o el arnés que le eleva hasta el cielo del escenario son vistosos, bellos, pero evitan, menos mal, vanagloriarse del fetiche escénico, embobarse en la técnica o la utilización de esta para tapar agujeros discursivos.

No le ocurre nada de esto a Ramís. Y tiene sentido. Hay años de solera en sus movimientos, en su trabajo, en su cadencia. Suerte para el espectador, es lo que tiene ver a los referentes en su salsa. Es complejo no relacionar elementos como la montaña, el paraíso o eso, el gran tema, con la reflexión que esta compañía puede pensar sobre sí misma y el largo camino dramatúrgico que lleva recorrido espectáculo tras espectáculo.

Por ello, no es de extrañar, dicho esto, que un nuevo trabajo de Malpelo sea una de las citas más exquisitas de la cartelera. Podríamos analizar una iluminación que dialoga fluida con la escena, la elección de los textos, cortados con precisión para decir y sugerir sin que moleste, la interesante y delicada dirección escénica o incluso algún que otro momento que, puede ser, le haya parecido menos brillante a algún que otro espectador. Pero carece de sentido. Claro que verdades hay muchas. Demasiadas. Y cada uno la suya y a buscar la nuestra, que diría el poeta. Pero el instante y la ínfima posibilidad de encontrarla, o incluso, por qué no, de abominar por fin de ella, se encuentran a salvo aquí, en espectáculos como este.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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