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Defensa (sin aleluyas) de Alejandro Amenábar

  • La mala prensa del cineasta entre la crítica especializada de este país contrasta con la coherencia interna que ha mantenido a lo largo de sus cinco largometrajes

En el último número de Dirigido por..., Alexander Zárate inicia su comentario de Ágora con una sentencia demoledora: "Mucha metáfora y poco cine", escribe. En ese mismo número y en un artículo dedicado al cine fantástico español reciente, Tonio L. Alarcón lanza otra andanada no menos dañina: "No hay que tomar, en todo caso, el ejemplo de un director tan insulso y tan vacuo como Alejandro Amenábar". En estas páginas, hace sólo unas semanas, Carlos Colón cerraba una reseña en los siguientes términos: "Ágora es la obra de un artesano que se cree autor y se empeña en sacar agua del pozo seco de su creatividad". A tales ascuas arrimaríamos un cómic incendiario, Mis problemas con Amenábar (Glenat), en el que Jordi Costa afirma que el cineasta es "el 11-S del arte", entre otros vistosos baldones. Aunque la lista podría seguir, baste estos ejemplos como testimonio de la mala prensa de Amenábar entre la crítica especializada de nuestro país. Ahora bien, ¿es para tanto? Creo que no, pero vaya por delante una advertencia: se trata simplemente de sostener una opinión diferente, no de acusar a estos críticos de estar equivocados.

Personalmente, me llama la atención la coherencia interna que Amenábar ha mantenido a lo largo de los cinco largometrajes, en apariencia tan diferentes, que ha realizado hasta la fecha. Su filmografía está recorrida por una reflexión sobre la mirada a la que Ágora hace una interesante aportación. Si Tesis (1996) se fundaba en la tentación de lo que no deberíamos ver (las grabaciones snuff) y Abre los ojos (1998), por contra, en lo que hay que mirar (la realidad, por ingrata que sea), en Los otros (2001) la protagonista los cerraba a una verdad terrible (su vida no era vida), mientras en Mar adentro (2004), Ramón Sampedro (Javier Bardem) intentaba abrírselos a los demás para que aceptaran la verdad, por dolorosa que fuera (que su vida no era vida). Ágora, la historia de una astrónoma del siglo IV d. de C., añade un hermoso colofón: "No es el cielo el que se equivoca. Son nuestros ojos los que nos engañan", y esa oposición cielo/tierra halla una curiosa correspondencia en una puesta en escena dominada por el picado (la mirada desde arriba) y el contrapicado (la mirada desde abajo).

La protagonista de Ágora, Hipatia (Rachel Weisz), se integra en una galería de personajes femeninos con su punto de arrojo y su punto de insensatez en donde ya están presentes la bizarra estudiante de Tesis, la abogada de Mar adentro y, si me apuran, la matriarca de Los otros. Como ellas, como el personaje de Ramón Sampedro, o como el propio Amenábar en su cine, Hipatia no se contenta con la verdad (la historia, el dogma, el paradigma) oficial, y defiende, con titubeos, sus propias convicciones. Ágora es una historia contra la intolerancia, contra el fanatismo religioso, contra quienes ven insultos a Dios en cada accidente del terreno. En vista de cómo está el patio, que la intransigencia esté representada por el cristianismo, aunque sea en sus formas primitivas, también tiene su nosequé insolente. Y no obstante, no es una ocurrencia de última hora. La protagonista de Los otros representaba al catolicismo más cejijunto y, en una famosa secuencia, Sampedro-Bardem debía vérselas con un sacerdote, en silla de ruedas como él, que lo instaba a hallar consuelo en la trascendencia. En Ágora, el relato se construye en torno a cuanto los hombres buscan en los cielos: Hipatia persigue un saber útil en las estrellas; la religión, en cambio, colocar a su dios particular en el altar del cosmos.

Todo planteado en términos genuinamente visuales. Deberíamos hablar asimismo de la sutil cromomaquia entre los colores claros de la tolerancia (la toga de Hipatia) y los oscuros de la obcecación (las de los integristas), no por básica, menos eficaz. Ágora es una obra muy digna, sí, no carente de interés, pues sí, pero irregular. Sorprende la ligereza con que Amenábar resuelve varios episodios. Por ejemplo, tal como está planteada, uno no entiende la secuencia en la que los parabolanos caen en una trampa tendida por los judíos. ¿Cómo se les ocurre a estos soldados curtidos en mil refriegas acudir a una llamada de socorro, que avisa de un incendio, y meterse en una sala a oscuras de la que no sale ni llamas ni humo? Es sólo uno de los varios descosidos del film. Ahora bien, estas imperfecciones ¿justifican el ensañamiento? Podría añadirse el papel puramente decorativo de algún personaje en teoría fundamental, como el padre de Hipatia, Theon (Michael Lonsdale), e insistir. Tales debilidades, ¿son suficientes para despreciar la película?

Parte de la culpa la tienen el propio Amenábar y sus seguidores. En su día, ignoro si para llamar la atención, el cineasta soltó algunos disparates que no contribuyeron a darle credibilidad entre los entendidos. Tampoco le han ayudado los aleluyas de sus incondicionales, quienes, con no poco provincianismo, lo consideraron tempranamente un genio y la gran esperanza blanca de nuestra cinematografía (posiblemente sea uno de los realizadores más capaces aparecidos en España en la última década, pero el calificativo de "genio", por el momento, vamos a dejarlo a un lado). Amenábar es un autor con un mundo propio, además de un sólido narrador; sus realizaciones son concienzudas y, en cada nueva propuesta, despliega una amplia gama de recursos expresivos con mano firme. Sin embargo, todavía no ha rodado una película completamente redonda; y si bien todas cuentan con momentos excelentes, ninguna carece de altibajos.

Ágora está por debajo de Los otros o Mar adentro, quizás, porque Amenábar se mueve con mayor soltura en espacios cerrados y opresivos que en espacios abiertos y conflictivos. Pero me parece una muy estimable muestra de cine espectacular en el cual, en último extremo, lo reflexivo prevalece sobre lo demás. Su mensaje es ponderado y oportuno. Amenábar habla al presente -y desde el presente- sirviéndose de las máscaras de la ficción y de moldes narrativos reconocibles (thriller, fantaciencia, terror, melodrama, Kolossal); una opción tan legítima como cualquiera y preferible a otras. La ficción es un espejo cuyo reflejo, mientras viste el cuerpo, desnuda el alma... O lo que tengamos en el hueco que dejó el alma.

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