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Didáctico Barenboim

Programa: 'Symphonia Sum Fluxae Premium Spei', de Elliott Carter; 'Preludio y Muerte de Amor, de Tristán e Isolda', y 'Obertura de los Maestros Cantores de Nuremberg', de Richard Wagner. Director: Daniel Barenboim. Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: sábado, 11 de julio de 2009. Aforo: lleno.

A Barenboim hay que agradecerle muchas cosas en su participación en los últimos Festivales. Por ejemplo, la variedad de sus programas, con inclusión de obras no abordadas frecuentemente, caso, hace unos años, de Schönberg, y el sábado, en el segundo concierto del ciclo, la presentación en el certamen de la Symphonia Sum Pluxaew Premium Spei, del centenario compositor norteamericano Elliott Carter, del que aquí hemos escuchado alguna obra, pero que, en general, es un desconocido para el gran público. Si añadimos su obsesión cíclica de autores claves en el romanticismo sinfónico, como Bruckner, que sí han estado presentes en la historia del Festival -desde algunas de sus sinfonías, al Te Deum, que diversos directores y orquestas han interpretado, pasando, naturalmente, por las tres últimas sinfonías que nos ofreció el año pasado el propio Barenboim- completaremos la idea didáctica que tienen los conciertos del director argentino-israelí. Didactismo que se completa con su frecuente explicación -ejemplos en vivo incluidos en otras actuaciones- de la obra que va a interpretar, sustituyendo así, de forma directa, las notas de los programas, a veces tan farragosas y largas que acaban por no leer casi nadie.

Así, con su larga explicación de casi diez minutos, Barenboim nos introdujo en la sinfonía de Carter donde se permitió cambiar los movimientos, trasladando la Partita al último lugar. En cualquier caso cada movimiento tiene una estructura propia e independiente para una música compleja, muy cerebral y, a veces, poco comunicativa, donde la orquesta se sitúa no en planos sonoros, sino en un concepto global, donde las disonancias, los metales, la percusión, la cuerda, los ritmos, se entrelazan y cruzan, en una búsqueda de un discurso sonoro hacia la totalidad, como ocurre en el más detallado, reposado y brillante adagio tenebroso, a mi parecer el más logrado, en su superposición e inquietud sonora, sobre todo por los efectos conseguidos, el dramatismo que consigue extraer y que tanta concomitancia hay con los de Strawinsky. El norteamericano realiza una escritura difícil, pero nunca aberrante, ni siquiera rara, en esas bases atonales. El que vio campos de guerra, cementerios olvidados, horribles lugares de exterminio, lógicamente tenía que verter disonancias y sentirse convulso por tantas tragedias. Cada movimiento, como afirmaba el propio director, tiene una independencia. Él prefiere la Partita, repleta de fuerza y dinamismo, como broche, que el Allegro scorrevole, y creo que no le falta razón. Además, el propio autor revela su idea de que el hombre moderno está inmerso en una especie de burbuja o pompa a punto siempre de estallar. Y, en este caso, estalla en la idea sonora, entre destellos de metales, horrísonas e inesperadas percusiones y cuerdas, graves de contrabajos y chelos, hermanas a violines y violas, que forman un juego, el de la vida misma. Es necesario para ello un vehículo perfecto, como la Staatskapelle y un director minucioso y enfrascado en colocar a cada cosa en su sitio, lo que es difícil en estas complejidades rítmicas y sonoras, en constante sucesión.

Barenboim consigue plenamente su objetivo: trasladar al público de hoy cosas nuevas y diferentes, con didáctica y emoción. La emoción, por ejemplo, que late en sus versiones wagnerianas, como ocurre en la solemnidad y belleza íntima del preludio del Tristán e Isolda, con los acordes que nos sugieren ya el final dramático, donde el autor pone el aliento contenido, sensible de su paleta refinada para expresar el dolor, o exultante para las grandezas, esas que tanto admiraron al tirano alemán del siglo XX. No sé si el esfuerzo de la primera parte hizo relajarse a orquesta y director, pero creo que le hemos escuchado interpretaciones más profundas de este dramático canto de despedida.

Como final de esa predilección de Barenboim por la música wagneriana -lo que le ha granjeado no pocas críticas en algunos sectores israelítas-, la brillante, elocuente y hasta jocosa obertura de Los maestros cantores de Nuremberg, estallido de la paleta orquestal wagneriana y estallido de la personalidad de Barenboim y del vigor y calidad de la Staatskapelle Berlín, excepcional siempre su grupo de metales, protagonistas especiales para las obras del difícil y complejo programa del sábado, donde se daba paso a lo desconocido para la mayoría -caso de Carter- o lo archiconocido, pero no menos difícil y esperado de la mano de este especialista en el no siempre bien traducido mundo wagneriano. Así que doble lección didáctica que el público agradece.

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