De libros

Frivolidad y nihilismo

  • Celebrada por la crítica anglosajona y rechazada por sus editores habituales en Francia y Alemania, la nueva novela de Martin Amis propone una brillante sátira de los verdugos del Holocausto

Sabemos desde hace mucho que a Martin Amis le gusta provocar, pero al margen del ruido mediático las novelas se defienden solas y esta última, donde vuelve a tratar del Holocausto, aunque de forma mucho más explícita y arriesgada que en La flecha del tiempo, es una obra sin duda valiosa, tanto más dada la dificultad de llevar la ficción a un territorio demasiado real en el que la intensidad del horror no admite calificativos. La Zona de Interés no sólo aborda la más delicada de las materias, sino que lo hace en clave de sátira y para contar la historia de un amor no consumado, doble salto mortal del que Amis sale sorprendentemente ileso. La clave está en que no se burla de las víctimas, sino de los verdugos, y aunque esa burla contiene momentos de una ligereza que habrá quien juzgue inadmisible o sobre todo exige mostrar lo que el pudor ha confinado a los libros de Historia, el novelista ha sabido hacerlo con una extraña sobriedad, que no recurre a las veladuras o los sobreentendidos -vemos, oímos, olemos, casi tocamos: dice uno de los cautivos que el gusto era el único sentido no extinto, entre quienes habitaban los campos de la muerte- pero tampoco se permite el patetismo.

El escenario inequívoco es Auschwitz, transmutado por Amis por el genérico Kat Zet, entre los años 1942 y 1943, cuando se ha puesto en práctica la Solución Final y la maquinaria del exterminio funciona a pleno rendimiento. Tres narradores se alternan en el relato: el brutal comandante del campo Paul Doll -inspirado en la abominable figura de Rudolf Höss-, el joven oficial Angelus Golo Thomsen -sobrino de Martin Bormann, secretario personal de Hitler y uno de los hombres más poderosos de la cúpula nazi- y el desdichado Szmul, jefe de los Sonderkommandos, formados por judíos que colaboraban a la fuerza en la aniquilación de sus compañeros de raza: "los hombres -dice él mismo- más tristes de la historia del mundo". Cada vez con mayor distancia, asqueado en el fondo pero sin pasar por ello de la ambigüedad o el cinismo, Golo cumple con su cometido, que se centra en poner en marcha una fábrica de caucho y combustible sintéticos, aunque su verdadero interés está en seducir a la mujer de Doll, Hannah, la cual detesta a su marido. Apodado el Viejo Bebedor, el comandante es un hombre tosco y de escasas luces que cultiva la autocompasión, se lamenta todo el tiempo de lo pesadas que son sus responsabilidades y se jacta de no ceder al "falso sentimentalismo".

Obsesionado por un antiguo amante de Hannah -Dieter Kruger, catedrático y agitador comunista, cuya presencia fantasmal atraviesa toda la novela-, Doll empezó en Dachau su carrera en la "jerarquía de la custodia" y se ha convertido en un veterano victimario sin cargo ninguno de conciencia: "El bien y el mal, lo bueno y lo malo son conceptos que tuvieron su momento, y que han pasado a la historia". Desprovisto de escrúpulos morales, sus problemas se refieren a la incomprensión de los mandos, al sacrificio no reconocido o a las dificultades técnicas que plantea la espantosa tarea que tiene encomendada, aludida con los conocidos eufemismos que cosificaban a las víctimas -los cadáveres, por ejemplo, eran "piezas" (Stucke)- hasta extremos repugnantes. Muchos de los episodios que aparecen en La Zona de Interés -otro eufemismo- resultarán familiares a quienes hayan leído algo sobre la dinámica y las distintas fases del Holocausto: los engañosos discursos de bienvenida en la rampa de llegada de los trenes, la inmediata "selección" que discriminaba a los pocos aptos para el trabajo, el desenterramiento e incineración de decenas de miles de cuerpos -sepultados antes de la instalación de los hornos crematorios- para destruir las pruebas, pero la maestría de Amis se manifiesta sobre todo a la hora de reconstruir la atmósfera, mezcla de frivolidad y nihilismo, en la que los ejecutores, corrompidos hasta la náusea, realizaban su "trabajo".

A través de Golo, el círculo familiar formado por Bormann -"el tío Martin"- y su mujer Gerda, aparece recreado conforme a la espeluznante combinación de ideas odiosas -o sonrojantes, de tan estúpidas- y suaves maneras de la que han hablado los historiadores. Sus conversaciones con el sobrino revelan los celos, intrigas y desavenencias entre los altos jerarcas del Reich, acompañados de apodos infamantes: Rosenberg el Masturbador, Himmler el Charlatán, Goering el Travesti o Goebbels el Lisiado. El propio Hitler no es mencionado por su nombre, sino en calidad de Jefe o Libertador que a partir de un momento dado -la fallida campaña de Rusia, seguida con creciente preocupación por quienes se habían considerado invencibles, marca el punto de no retorno- dirige su pulsión destructiva hacia la propia Alemania. Al otro lado, el insondable abatimiento de los Sonders, muertos vivientes -saben, por haber manipulado los cadáveres de sus predecesores, que les espera el mismo destino- cuyos ojos nunca miran de frente. En un pasaje especialmente conmovedor, Szmul cita, sin citarlo, el Non omnis moriar horaciano, "no todo yo moriré", pues sus palabras -que leemos- guardarán lo que ha pasado. Todo en la novela, impecablemente documentada, suena verosímil, lo que es decir mucho tratándose de una historia casi inconcebible. La osadía de Amis ha sido grande, pero no cabe dudar de su intención, que ha sido retratar a los asesinos como seres no sólo mezquinos y deshumanizados, sino grotescos y hasta ridículos.

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