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Granada monumental, Granada íntima

HAY unas pocas ciudades en el mundo a las que con justicia puede aplicárseles el calificativo de "únicas" en el sentido de que son absolutamente incomparables; y una de esas contadísimas ciudades es, sin disputa, Granada, mi Granada natal. Hacer un panegírico parece, por eso, innecesario y, en el caso actual y por cuanto se trata de cosa mía, resultaría además inelegante, pues inelegante es siempre elogiar lo propio.

Pudiera ciertamente acudir al subterfugio de hacerlo valiéndome de plumas ajenas, mediante un glorioso despliegue de las más ilustres citas literarias, pues muchos grandes escritores de diversos países y épocas han expresado con exaltación su entusiasmo ante tanta belleza. Memorable es para mí, entre todas esas posibles citas, el poema donde Jorge Luis Borges, ciego ya, describe desde la Alhambra, no el esplendor de la luz, colores y trazas que ahí se ofrecen a la vista, sino lo que él podía percibir a través de otros sentidos: el tacto del mármol, el olor de las flores y, sobre todo, la música del agua corriente. Si los sentidos nos permiten apoderarnos de esa inefable exquisitez: el agua que canta en acequias y fuentes, los aromas que llenan el aire, la suavidad y frescura de la piedra, es quizá el oído quien nos entrega lo más íntimo y delicado del sutil espíritu granadino.

Pero ya queda dicho: no he de tomar prestados ni palabras ni acentos ajenos para celebrar retóricamente a esta incomparable ciudad cuya presentación se me ha pedido que haga a la manera de breve prólogo para este compendio de sus maravillas. Hablaré más bien de los sentimientos nostálgicos que en mí despierta el recuerdo de la sonoridad de aquellos lentísimos atardeceres, cuando, al pie de la Torre de la Vela, solía escuchar yo el variado concierto de los rumores urbanos, fundidos como en la caja de mágica guitarra, ascendiendo hasta la cumbre de la colina. Es la voz melancólica de Granada que, ahora como entonces, envuelve, funde y unifica la diversidad inagotable de unas riquezas artísticas procedentes de aquellas civilizaciones rivales en cuyo conflicto se plasmó su identidad presente.

Tantas y de tal valía son esas riquezas, que cualquier intento de pasarles revista conduciría al resultado negativo de disminuir su número y calidad, ya que el tesoro es inagotable. En las páginas que siguen encontrará el lector reseñadas las más notorias. ¿Quién no habrá oído ponderar la magnificencia indescriptible de la Alhambra, el Alcázar nazarí al que el emperador Carlos V haría adosar un palacio renacentista que lleva su nombre? ¿Quién no siente invadido el corazón de gozosa impaciencia ante la sola mención del Generalife? ¿Quién ignora la promesa nunca traicionada de los cármenes que, trepados en el Albaicín, contemplan enfrente la alcazaba, las torres, las murallas de la Alhambra? ¿Y la catedral majestuosa, con la noble capilla de los Reyes Católicos; y las muchas iglesias; y esa joya inapreciable que es la Cartuja? ¿Y el panorama de la ciudad, en medio de su vega, sobre el fondo grandioso de la Sierra Nevada?

De todo esto, que es placer de quienes lo han disfrutado o disfrutan y deseo de los que aún no lo conocen, tiene noticia el mundo entero. Por ello, prefiero apuntar en estas líneas hacia lo oculto y callado, hacia la sorpresa que, acaso, le aguarda al distraído paseante a la vuelta de cada esquina, al final de cualquier calleja perdida y silenciosa, desde la perspectiva inesperada de cualquier placeta.

A mí, granadino, que de joven había situado un relato imaginario en la turbulenta y apenas cristianizada ciudad donde cumpliera su abnegada obra San Juan de Dios, santo de la particular devoción de mi familia, se me deparó no hace mucho tiempo una de esas sorpresas gratas que Granada reserva a quienes la recorren al azar: un delicioso refugio, la llamada Casa de los Pisa, o del Tránsito, el edificio árabe donde pasaría a mejor vida el bendito protagonista de mi relato, mantenido ahora con piadoso cuidado en su memoria. No tenía yo la menor noticia de su existencia. Lo descubrí por casualidad en el curso de un ocioso paseo, y tras de haberme recreado en los bellos objetos que alberga, me detuve y reposé durante un par de horas en el ameno jardinillo, sin que nadie ni nada viniera a perturbar mi soledad. Rincones como éste -recatados, amables- son el privilegio de quienes, demorándose en el olvido del reloj, descansan de lo suntuoso en lo humilde. Y de rincones como éste, está Granada llena.

Si yo viviera en Granada, quizá los hubiera escudriñado todos, quizá conocería la ciudad palmo a palmo, como la conocen algunos fieles enamorados; o tal vez, al contrario, habría caído por fin en la común rutina de los quehaceres cotidianos con el descuido de quienes ni siquiera reparan ya en lo que tienen ante los ojos. Pero desde la adolescencia he vivido fuera de mi ciudad natal, y la visito de cuando en cuando -en verdad, cada vez que puedo- a la manera del "peregrino en su patria". Y esto me proporciona la rara suerte de una doble perspectiva: a los recuerdos evocados se superponen las revelaciones del descubrimiento, mientras que la siempre renovada admiración por lo monumental se impregna en mi ánimo con el aroma de los más íntimos sentimientos. De tal manera, se funden en mí la Granada monumental y la Granada secreta.

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