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Historias de unas pobres gentes

  • La Facultad de Traductores acoge esta tarde la presentación de 'Cuentos milaneses' de Giovanni Verga, con la presencia del escritor José Abad y el editor Miguel Ángel Cáliz

En El amante del Grama -incluido en Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos (Ediciones Traspiés)-, Giovanni Verga dirigía unas palabras iniciales a Salvatore Farina a fin de explicarle sucintamente la poética que había decidido abrazar siguiendo el ejemplo del naturalismo francés: "repetiré [el suceso] tal como he ido recopilándolo […], más o menos con las mismas palabras simples y pintorescas de las narraciones populares", escribía. Y como si quisiera ganarse la complicidad del amigo, añadía a continuación: "Seguramente, tú preferirás enfrentarte a los hechos desnudos y auténticos sin tener que buscarlos entre líneas". Verga quería dotar a su narrativa de una impronta oral, hilvanar los episodios como lo haría una persona cualquiera, según el dictado de la memoria, empleando el léxico a mano. El objetivo era presentar los acontecimientos en su desnudez, según decía él, sin una elaboración o una estructuración del material excesivamente calculada, excesivamente literaria. El escritor aspiraba a convertirse en un simple escriba que pusiera negro sobre blanco lo sucedido en su tiempo.

En Cuentos milaneses -que reúne dos libros de relatos: Por las calles (1883) y Vagabundeo (1887)- insiste en esta línea de acción. Verga se siente útil -o se quiere útil, tanto da- y se vuelca en la descripción puntillosa del paisaje social generado por la industrialización. El flujo de personas desde el campo hasta las grandes urbes es constante; en la ciudad, esa masa se echa a las calles en busca de trabajo o se reúne en plazas o tabernas cuando no lo tiene, y en esas calles y plazas encuentra Verga la materia prima que necesita. El escritor reivindica una literatura comprometida con la realidad, que no se deje engañar por fuegos fatuos. En El maestro, uno de los mejores relatos del volumen, describe cómo se consume la existencia de un humilde maestro de escuela, literato en sus horas libres, acunado por sueños de gloria de todo punto irrealizables, sostenido por la fe incondicional de una hermana soltera, presa como él de un mismo espejismo. En estos relatos abundan los personajes desplazados: en Fiesta de carnaval, un mozo lleva unas botellas de champán al palco del teatro donde se están celebrando las carnestolendas por todo lo alto; tiene orden de esperar y traerse de vuelta las botellas vacías pero, incluso en mitad del bullicio, este buen hombre seguirá siendo un extraño: se limitará a ver cómo se divierten los demás y cenará con las sobras que encuentre en el palco. En Cuentos milaneses abundan asimismo los personajes que se aferran a las esperanzas más tenues para afrontar un mañana sin alternativas: en Consuelos, la señora Arlía acude a una adivina que lee el porvenir en la clara de un huevo; la adivina le predice días felices tras de muchas desgracias, y la buena mujer se entrega a la vorágine del tiempo viendo cómo las desgracias nunca faltan y los días felices nunca llegan. Algunas historias coquetean con el melodrama típicamente decimonónico, pero la extrema austeridad de la prosa verguiana elimina todo atisbo de folletín: en Via Crucis nos cuenta los avatares de una bella modista, Santina, abandonada por su novio primero, mantenida de un joven rico después, compañera de un maestro de música tuberculoso, amante de muchos y amada por pocos, que acaba haciendo la calle para comprar apenas un mendrugo de pan.

A estas pobres gentes podríamos darles los mismos nombres que reciben hoy: explotados, excluidos, desahuciados, elijan ustedes... Son víctimas de un orden de cosas que, lejos de ser erradicado, está echando raíces muy recias y muy hondas en nuestro tiempo presente, alentado por un neoliberalismo decidido a hacerse dueño y señor de todas las cosas. A pesar de los ciento y pico años transcurridos, los problemas abordados en Cuentos milaneses son problemas actuales. La última jornada narra las últimas horas de un pobre diablo sin trabajo, a la intemperie, que vaga sin rumbo, a la buena de dios, antes de tumbarse en las vías al paso de un tren. Giovanni Verga no duda en colocarse en su lugar por un instante: "¿En qué pensaba mientras aguardaba, tumbado, contemplando el cielo limpio y las copas de los árboles verdes?". Y es que una cosa es pretender ser objetivo; otra distinta, permanecer indiferente.

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