crítica teatral

El teatro y la habitación pequeña

El teatro y la habitación pequeña

El teatro y la habitación pequeña / Jesús Jiménez (Photographers)

Hay muchas formas de contar una historia. También de crearlas. El teatro tiene eso, casi siempre prima en el fondo lo instantáneo, aquello que ocurre únicamente allí, en la escena. Se podría debatir mucho sobre sus esencias, sus límites. Como todo arte, el teatro también tiene sus fórmulas y algunas son más seguras que otras a la hora de encajar en la mirada del espectador, en la programación de temporada o simplemente en una mañana de domingo, como ahora sucede en estos tiempos pandémicos.

Una comedia, con su texto, sus golpes, su desempeño actoral…claro que tiene siempre tiene su lugar. Y Hombres que escriben en habitaciones pequeñas es eso. Una obra segura, sin extralimitaciones, correcta donde tiene que serlo… La propuesta de Antonio Rojano encuentra cabida ahí, en ese lugar, sin excesivas florituras dramatúrgicas. Sí, la dirección escénica de Víctor Conde le da un poso entre atrezzo original y sobrio y una dirección de actores que camina también a la perfección con el tono de la pieza. Hay algo que se hace homogéneo entre todo esto y el buen hacer de un elenco donde Canco Rodríguez y Esperanza Elipe sobresalen levantando escenas una tras otra. Tan homogéneo como la risa del público que va asumiendo entre la carcajada la preponderancia de su bis cómica y una obra hecha para agradar, en el mejor sentido del término. Para pasar un buen rato, vaya.

Porque la historia en sí no tiene elementos para pasar a la historia. Una suerte de oficina. Un relato algo surrealista sobre el secuestro de un escritor fracasado con fines aún más surrealistas. Un Centro Nacional de Inteligencia más parecido a la TIA de Mortadelo y Filemón que a otra cosa… no valdría mucho la pena pararse en los detalles. Tiene que ver con la fórmula. Algo de crítica social, mucho de humor político, aunque con la elegancia de no meterse en jardines. Detalles de talento, de oficio, de factura artística.

Pero la fórmula tiene sus limitaciones. Mi duda cuando salgo del teatro no tiene que ver con la calidad de la obra. Ni mucho menos con ninguno de los elementos citados hasta ahora. Mi duda, en el fondo, es si la repetición de esa fórmula, que en otros momentos hemos denominado, quizás de forma algo injusta, como teatro comercial, sigue teniendo sentido o si, puede ser, nos da muestra de una falta de ideas patente en parte de la escena nacional.

Hablar de una rebaja del nivel de una obra por la incorporación de actores con recorrido televisivo es estúpido. Aquí escribe uno ya demasiado aburrido de los moralistas, que vienen a contar verdades sobre lo que es puro y lo que no. Y quienes conocen la profesión saben de lo que hablamos, que vivir de esto es complejo y que defender la pureza de lo teatral hace, precisamente, un flaco favor al teatro.

El problema viene de otro sitio. Si la reflexión dramatúrgica, el contar historias desde la indagación de lo que sólo ocurre en los mundos posibles de la escena, se sustituye, de forma natural, por una ausencia extrema de riesgos, ahí hemos tocado. La sombra de Valle-Inclán se cierne entonces sobre todos nosotros cuando hablaba de ese “teatro de mesa-camilla”. Pero, a duras penas sería capaz de imaginárselo, el pobre Ramón María sigue dando en la tecla. Porque de esas fórmulas vienen los presagios de un teatro condenado a quedar en un segundo plano. Como pieza de museo en las artes contemporáneas actuales. O como algo casi ancestral, pero inhabilitado, pequeño, al fin y al cabo para competir en discurso con el hermano espabilado de la pantalla. Llámese cine, serie o lo que surja.

 

 

 

 

 

 

 

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