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José Ramón Sierra

  • Coincidiendo con la exposición que le dedica el CAAC, la editorial Recolectores Urbanos publica un libro que recorre la trayectoria de este arquitecto, artista plástico y diseñador

"Boca, pestañas, cejas y mandíbula son, en este artista, corrientes…". Así se presenta José Ramón Sierra en una suerte de autorretrato o entrevista a sí mismo que cierra y guía la lectura de los diversos materiales clasificados en la exposición. Y añadiríamos: justo el sitio donde fijar el carácter y dolor de la mirada, el detalle de cada pliegue que acentúa la pulsión del gesto, el silencio expresivo del habla que nos mueve a comprender… Una imagen realizada con la distancia óptima, sin necesitar de la ayuda del palo-selfie extensible, para controlar el desenfoque inevitable de lo próximo, algo que nos remitiría a los retratos de Francis Bacon; con un encuadre tan consciente como preciso, para encontrarse con sus piezas (de pintura, escultura, arquitectura, diseño o escritas) y personajes más queridos; pretendiendo un deseado perfil -de arquitecto, artista plástico, dibujante, pintor y escultor, también diseñador, escritor y profesor, nos dicen en la presentación- que volcar en la red como reflejo de la mirada del otro. ¿Cómo mostrarse si no?

Más allá del trabajo del comisariado de la exposición (cuando las presencias y ausencias pueden ser unas u otras y todo es revisable tras la inauguración o edición), el autor se pone de nuevo de manifiesto en el libro con el texto Divagaciones, Invocaciones, Alucinaciones para, en ese acto y queriendo mostrarnos a nosotros mismos, recomponer el espacio y tiempo de la memoria como vivencia compartida: ya lo decía Ernesto Ferreol a propósito de Primo Levi: "Sabía muy bien que la memoria por sí sola no basta, porque la memoria es a su modo, una escritura, una reescritura continua que se aleja cada vez más del recuerdo original". Se diría que estamos ante una necesidad casi vital: la de dar a conocer lo que se sabe, la de continuar construyendo afinidades que nos reúnan en una comunidad de intereses coyunturales, la de dar cuenta de las acciones de nuestra vida pasada. Como el propio Levi expresara: "Algo de gigantesco que yo mismo veo sólo ahora, en la intuición de un momento, tal vez el porqué de nuestro destino, de nuestro estar hoy aquí…".

Al igual que hiciera Truman Capote con el Autorretrato aparecido en Los perros ladran, presentando su vida entre amigos fieles y personajes fatuos, insertando su trabajo ("la obra de arte es el único misterio, la única magia suprema; todo lo demás es aritmética o biología", decía Capote) en situaciones o historias más o menos verosímiles, José Ramón Sierra perfila, con los trazos de este mapa de latitudes cercanas y tiempos comprimidos, la imagen relevante del acompañamiento, del deseo por desvelar lo tapado o de la invención más creativa; autoentrevistas de Capote y Sierra que, con sus semejanzas, nos señalan una diferencia sustancial: que la "algo siniestra pero viva" ciudad de Nueva York de 1973 ha sido sustituida por la paralizante Gorgona de la Sevilla de 2015 que ilustra la portada de La casa en Sevilla.

Gorgona o corazón de Jesús, metáfora del plano de la ciudad o de la ocupación de su alfoz, formas fluidas, evanescentes, antes leves, imposibles, sometidas a una conformación "canalla" que las manipula, significa, iconiza o expone públicamente a una comunidad de visionarios. Sólo esta actitud extrema pero silente es la adecuada para la supervivencia en esas geografías abiertas.

Exposición y libro, entonces, como soportes para el despliegue de una sintaxis general que genera una formatividad transversal a géneros, técnicas, disciplinas, expresión… dando por construido provisionalmente -y antes siempre habitado- personalmente, un espacio donde se encuentra la materialidad de la cosa, la tecnología del objeto, la visibilidad de la imagen, lo informacional del espectáculo, pues siempre existieron cuasiobjetos, y estas obras de Sierra lo explicitan, lo explican, lo despliegan; como ya adelantó en aquel manifiesto cultural de título largo cargado de negaciones, En la casa del artista no adolescente no…

Lo demás es el fruto de una convocatoria y un acompañamiento, distintamente contestado o respondido con la elocuencia, el balbuceo o, incluso, el silencio, en un diálogo imposible por mágico, entre textualidad e imagen; los protagonistas de una escalada imposible a una "montaña improbable" coronada -¿finalmente?- por la cordada Dadá.

Si lo expositivo celebra doblemente -escenario y escenificación, lo aparente y lo desaparecido- encuentros en el límite del tiempo y el espacio, mediante un time-based art: una instalación donde el paso de la sumersión a la inmersión del visitante se hace continua, desde la misma puerta de entrada al compás de la Iglesia; en el libro, las formas van dejando un rastro -¿baba de caracol?- formal, en la banda superior de las páginas -a veces, bajando hasta el lugar del texto- dando cobijo, aposentando, el rito de los celebrantes: introibo ad altare Dei -como en aquella parodia burlona del Ulises-, acompañando la secuencia de encuentros locos, sorprendentes, gozosos o terribles de los celebrantes, una ceremonia que se concluye por la narración del dejá vu de la entrevista.

Difícil entendimiento el de este desafío, para una cultura que aún no ha dejado de celebrar sus certezas y que ya ha desaparecido, como en Joyce, en Proust o en Dadá; plena visibilidad cambiante, comprometida lectura la de su hacerse público.

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