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de Kurtz

  • Todo se presenta extremadamente físico y simbólico en 'El corazón de las tinieblas' de Joseph Conrad l A un mismo tiempo, Kurtz es el Ángel Caído de la tradición cristiana y el Superhombre nietzscheano

El corazón de las tinieblas (recogida en volumen en 1902, pero escrita tres años antes) empieza con una estampa serena, en un río benévolo y "civilizado", el Támesis, a bordo de un bergantín y entre hombres que comparten el vínculo del mar. La calma es aparente: sería la que precede o sucede a la tempestad; una tempestad convocada en forma de recuerdo, impregnado de sudor y fiebre, por uno de los marineros. Charles Marlow no se deja engañar por la bonanza presente y señala a sus compañeros: "También éste ha sido uno de los lugares oscuros de la Tierra", invitándoles a escarbar en el paisaje y auscultar el corazón que late en las profundidades del mundo, sepultado en la tiniebla primigenia.

No se trata de oponer el Bien al Mal, ni siquiera el Hoy al Ayer, sino el Hombre a la Bestia, y la epidermis de las cosas a sus entrañas. Todo es extremadamente físico y simbólico en esta magistral novela de Joseph Conrad. Marlow exhorta a la reflexión, aunque no espera ser comprendido -al menos, no completamente- y advierte: "Vivimos como soñamos… solos".

A solas escribo yo y a solas usted me está leyendo.

Charles Marlow nos cuenta su experiencia en una compañía belga que traficaba con marfil a lo largo del río Congo, en los años en que Leopoldo II fundó el Estado Libre del Congo para poder chuparle la sangre al país más a sus anchas. A la geografía salubre de Inglaterra se opone la insalubridad de África, que no es la de la enfermedad, sino la de una herida abierta, aún sangrante, que a nadie interesa sanar. Al Támesis, un río dócil, se opone el Congo, una especie de alimaña que no duda en devorar a quienes surcan sus aguas. La misión de Marlow es remontar el río, en un pequeño vapor a punto del desahucio, alcanzar la estación fluvial más avanzada (que es la más remota, la más perdida) y recoger un cargamento. A la presencia tangible de Marlow se opone la presencia incorpórea de Kurtz, un nombre antes que un hombre, que le sale al paso al principio y lo acompañará hasta el final del viaje, e incluso después. ¿Quién es ese fantasma? Kurtz es un agente de la compañía, el mejor, y despierta actitudes extremas, de admiración o rechazo, en quien lo conoce. ¿Y quién fue Kurtz o quién acabó siendo?

De su padre se dice que era medio francés, de su madre que medio inglesa, habiendo cursado él estudios en Inglaterra: "Toda Europa participó en

la educación de Kurtz", afirma Marlow; cabría verlo, pues, como un abanderado del mundo civilizado. Y tanto es así que Kurtz, además de recoger marfil, recibe el encargo de redactar un informe en nombre de la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes en el Corazón de África. Tal como esperaban, Kurtz cumple su misión, pero además, y contra todo pronóstico, fracasa. Escribió el informe, Marlow llegó a verlo: diecisiete páginas de escritura apretada, elocuente, inmensa. Sin embargo, algo ocurrió durante la redacción y Kurtz no sólo no llegó a entregar el documento, sino que acabó instalándose en esas tierras "salvajes" -la adjetivación es suya- y pontificando la barbarie. Kurtz es, a un tiempo, el Ángel Caído de la tradición cristiana y el Superhombre nietzscheano; de haber nacido treinta años después, habría sido el huésped de honor en las alegres veladas de la élite nazi.

Puesto que todos guardamos dentro el embrión de algo que puede convertirse en Kurtz, la pregunta exacta quizás no sea quién fue, sino qué es Kurtz. Nos atrevemos a dar una respuesta: Kurtz es el hombre que camina junto al acantilado, es también el abismo, es la tentación y es el salto.

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