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Mann sacrifica a Dillinger

Drama, EEUU, 140 min. Dirección: Michael Mann. Guión: Ronan Bennett, Michael Mann, Ann Biderman. Música: Elliot Goldenthal. Intérpretes: Johnny Depp, Christian Bale, Channing Tatum, Marion Cotillard, Billy Crudup, Stephen Dorff.

La muy mal envejecida Bonny and Clyde de Arthur Penn inauguró en 1967 la moda de la revisión yé-yé del cine de gangsters. El Padrino de Coppola en 1972 y Chinatown de Polansky en 1974 abrieron las puertas de la revisión neoclásica del gangsterismo, fundiéndolo con el cine negro. Entre estas dos grandes obras Malas tierras de Terrence Malick refinó en 1973 la propuesta de Bonny and Clyde, instaurando las pautas del moderno cine de celebración de los jóvenes asesinos como víctimas/verdugos de una sociedad enferma. Enemigos públicos es heredera de todo ello, más de todo cuanto desde entonces ha sucedido en el cine moderno, posmoderno e hipermoderno de gangsters por obra del gran Melville, De Palma, los Coen, Hanson o el propio Michael Mann, su director, que con Heat abrió en 1995 nuevos horizontes al género y suscitó una esperanza que su posterior filmografía ha defraudado parcialmente.

Como tantos directores actuales, Mann es víctima de una técnica que le fascina hasta el punto de dominarle, haciéndole incurrir en un gratuito preciosismo y en innecesarios alardes de texturas, movimientos de cámara o montaje. Es como si la sombra de Miami Vice, creación suya, le persiguiera con su mezcla de eficacia, sofisticación, esteticismo y violencia estilizada. Tras Heat volvió a darnos otra gran película en 1999 (El dilema). Todo lo demás (Alí, Collateral, la versión cinematográfica de Miami Vice) han sido cositas más o menos interesantes; pero carentes de la tensión dramática y la originalidad de esas dos grandes películas, en las que su infatuación estilística pareció encontrar la contención necesaria para ponerse al servicio de los intereses dramáticos de las poderosas historias que ponían en imágenes.

Se esperaba que Enemigos públicos nos devolviera al mejor Mann, pero no ha sido así. Es más de lo mismo. Al realizador parecen interesarle más las texturas de la alta definición y sus posibilidades lumínicas (el cuidado -hasta excesivo- de la fotografía ha caracterizado siempre su cine) que el retrato del gangster Dillinger y de su convulsa época, la Depresión de la década de los 30. Aunque logra escenas impactantes, como la fuga o el tiroteo en el bosque, las ya mencionadas superficialidades preciosistas y alardes técnicos -más el histerismo de la cámara libre- perjudican a una película ya dañada en origen por el tópico enfoque del guión (el delincuente como símbolo de la justicia popular contra la rapacidad de los bancos, acosado por una policía más cruel y sucia que aquellos a quienes persigue). Poco aporta a la muy nutrida filmografía sobre John Dillinger, uno de los gangsters más atractivos para el cine por su mito popular fomentado por la prensa de masas, la novela popular y el propio cine desde la modesta Dillinger: el enemigo público nº 1 (1945; "¡Balas, sangre y rubias!" decía la publicidad) a las más apreciables Baby Face Nelson de Gordon Douglas (1957), FBI contra el imperio del crimen de Melvyn Leroy (1959), Dillinger de John Milius (1973), La dama de rojo de Lewis Teague (1979) o Dillinger y Capone de John Purdy (1995); sin contar con la pedante e indigesta fantasía de Dillinger è morto del igualmente pedante e indigesto Marco Ferreri.

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