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Moral contra moralidadLa música del cuerpo

  • En su última novela, el escritor y periodista Kurt Tucholsky opuso el esplendor de un amor de verano a la oscuridad de la tiranía venidera

Ni la conversión al cristianismo ni su condición de renuente veterano en la Gran Guerra, en la que afirmaba no haber pegado un solo tiro, habrían evitado a Kurt Tucholsky el destino que los nazis reservaban a los alemanes de origen judío, pero sus afiladas sátiras e invectivas contra los camisas pardas ya lo habían convertido en uno de los candidatos a la eliminación incluso antes de la llegada al poder de Hitler. Ya desde 1924 fuera de Alemania y amparado en varios seudónimos que no ocultaban al hombre, Tucholsky alternó la crítica cultural o de costumbres con un periodismo combativo e inusualmente cáustico durante los turbulentos años de entreguerras, en los que defendió el orden democrático de la República de Weimar frente a la amenaza, tan evidente como infravalorada, que representaban sus enemigos. Su mordacidad se proyectaba en múltiples direcciones, pero fueron los conservadores, los militaristas y en particular los nazis el principal objetivo de sus andanadas. Era previsible que estos, una vez en el Gobierno, lo catalogaran como autor degenerado y quemaran sus libros en la plaza pública.

En su juventud Tucholsky había publicado una exitosa novela sentimental, Rheinsberg (1912), que escandalizó por su moral desinhibida. Hacia el final de su trayectoria, poco antes del exilio definitivo en Suecia, donde se suicidaría dos años después de la conquista del Estado por la horda hitleriana, regresó a la narrativa con otra novela, El castillo de Gripsholm (1931), citada a menudo como una de las obras más significativas del periodo. El irónico comienzo muestra la correspondencia cruzada entre el editor Rowohlt y un escritor llamado Tucholsky, al que aquel, mientras ambos pleitean a propósito de las regalías, sugiere que vuelva a las bellas letras: "La gente quiere otras cosas además de la política y de los temas de actualidad, algo que regalar a la novia, por ejemplo". Este acepta escribir una "breve historia de amor de verano" -una "historia veraniega", dice el subtítulo- precisando con humor que no desea exhibir sus "líos privados", aunque de hecho uno de los dos protagonistas lleva su mismo nombre y la otra, Lydia, está al parecer inspirada por su amante o novia la periodista y editora Lisa Matthias, con la que el autor pasó, como sus personajes de ficción, unas vacaciones en Suecia.

El Kurt de la novela es también un escritor que viaja a ese país en compañía de su princesa, la secretaria de un comerciante de jabones, una muchacha adorable con la que se propone entregarse por unas semanas al dulce no hacer nada. Desde el principio, los dos se muestran unidos por mil complicidades -exentas de romanticismo, pero no de voluptuosidad- que los llevan a hacer y decir continuas bromas y bufonadas, muchas de ellas basadas en juegos de palabras, expresiones coloquiales o los peculiares usos de la variedad dialectal que emplea Lydia, el missingsch, definido como el "producto que resulta cuando un bajoalemán intenta hablar alemán". Concebida como un delicioso paréntesis, la estancia en la pequeña localidad de Mariefred, a orillas del lago Mälar, aparece marcada por una grata sensación de plenitud, pero las jornadas de los amantes son narradas -de ahí su encanto entre malicioso e ingenuo- en clave de comedia, a través de diálogos desenfadados que transmiten un aire de ligereza muy al estilo de los "locos veinte". El castillo de Gripsholm, junto al que residen, y los hermosos parajes que lo rodean, son el escenario perfecto para una risueña exaltación del hedonismo, reforzada por los amigos visitantes -el chispeante Karlchen o la sensual Billie, tercera pieza de un efímero trío amoroso- y puesta en entredicho por la aparición de un grupo de niñas sometidas a la terrible disciplina de un internado vecino, en el que la siniestra directora Adriani, a quien llaman la Demonia, impone su ley tiránica.

Una lectura alegórica, favorecida por alusiones aisladas a los peligros del fanatismo, la intolerancia o la "religión de las patrias", dispuestas como quien no quiere la cosa en conversaciones frívolas o intrascendentes, permite ver en la detestable institución una imagen aplastadora del poder totalitario, al que los veraneantes plantan cara hasta donde es posible, pero la novela de Tucholsky -que ha elegido el humor como arma, que sabe demasiado bien que los discursos grandilocuentes son patrimonio de quienes aspiran a someter las conciencias- no cae en la enojosa solemnidad de las parábolas. La moral, como dice la princesa, está en guerra con la moralidad, cuyos representantes sólo pueden exhibir un catálogo de prohibiciones. El mañana, al menos por unos años, pertenecía a los malos, pero ese verano compartido, aunque demasiado breve, quedará para siempre a resguardo.

EL CASTILLO DE GRIPSHOLm

Kurt Tucholsky. Trad. Jorge Seca. Acantilado. Barcelona, 2016. 168 páginas. 16 euros

Cómo explicar el extraño candor, la viva inocencia que se atesora en estos escritos de Isadora Duncan. Y cómo entender el formidable éxito de la danza a primeros del XX, cuando brillan, junto a la Duncan, Ruth St. Denis, Loie Fuller, Josephine Baker y aquella joven holandesa, Margaretha Zelle, más conocida como El Ojo de Shiva, la enigmática e infortunada Mata-Hari. Una primera aproximación nos llevaría a decir que el XIX fue el gran siglo de la música, y que la danza no será sino la prolongación humana, la plástica ulterior, de aquella fantasmagoría rítmica. Una aproximación más detenida debiera llevarnos, sin embargo, a un uso particular del concepto de lejanía. Una lejanía geográfica en el caso de los bailes exóticos de St. Denis, de Baker y Mata-Hari, y una lejanía temporal en las danzas griegas que ejecutó la Duncan con libérrimo criterio.

Podríamos decir, para el caso de Isadora Duncan, que su arte hizo un uso sentimental de la Antigüedad (de lo que Duncan entendió que era la Antigüedad, comenzado el XX), de igual modo que el XIX había traído una interpretación lírica y misteriosa de las ruinas griegas, y el XVIII de Winckelmann hará una lectura estética, pero también política, del legado clásico. En estos textos, de una extraña puerilidad, pero llenos de una sutil inteligencia, Duncan llegará a planteamientos cercanos a Kandinsky, cuando aluda a un idioma propio para su arte y a una traducción expresiva, rítmica, del interior humano. En cualquier caso, esta comunión entre el hombre y el arte, entre Naturaleza y cultura, Duncan no la encontrará en la geometría, sino en el mundo pagano y en una ideal adecuación entre las funciones humanas y su manifestación artística.

Con lo cual, estamos todavía en la exigencia de "una noble sencillez y una serena grandeza", postulada dos siglos atrás por su admirado Winckelmann. Y sin embargo, aquella sublimación de la Naturaleza, aquella idealidad franca e indolora, no era ya la de la severa norma dieciochesca. Se trataba, por contra, de una vaga y urgente espiritualidad, que había encontrado en la Hélade el penúltimo destello -un giro sentimental- al magisterio romántico.

El arte de la danza y otros escritos

Isadora Duncan. Edición de José Antonio Sánchez. Akal. Madrid, 2016. 192 páginas. 19 euros

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