Cultura

Muerte y resurrección de Mahler

  • Zubin Mehta vuelve al Festival interpretando esta noche la 'Tercera sinfonía' en el centenario de su muerte · El original retablo sinfónico mahleriano hizo añicos todos los moldes de su tiempo

La 60 edición del Festival Internacional de Música y Danza de Granada se abre con la vuelta de Zubin Mehta -sus primeros conciertos fueron en 1964 y 1968- interpretando la Sinfonía núm. 3, en Re menor, de Mahler, con la Orquesta de la Comunitat Valenciana, el Coro de la Generalitat Valenciana, el Coro de la Presentación y la mezzosoprano solista Christianne Stotjin. Chistoph Eschenbach dirigirá, el 4 de julio, la Segunda Sinfonía núm 2 en Do menor, 'Resurrección' a la Schleswig-Holstein Festival Orchestra, con el Coro Lubeck de la misma formación, el Coro de la Orquesta Ciudad de Granada y las solistas Simona Saturova y Lioba Braun.

Con estas dos sinfonías el Festival conmemora el centenario de la muerte del compositor austriaco que, por fortuna, ha estado muy presente en el certamen. En los últimos años están las versiones ofrecidas de la Primera, Quinta, Séptima, Novena y el Adagio de la Décima, por Daniel Barenboim. Y más atrás, en el recuerdo, el estreno en España que en 1970 hizo Rafael Frühbeck, con la Orquesta Nacional, el Orfeón Pamplonés, los Niños Cantores de Guadix -en la repetición del concierto, en 1999 con el Coro de la Presentación- y dos escolanias vascas, de la Octava en mi bemol mayor, 'De los mil'. Y en medio, nada más y nada menos que Bernard Haitink, al frente de la Concertgebouworkets, con la Sinfonía núm. 1 en Re mayor, en un concierto memorable el 23 de junio de 1984. El mismo año que un granadino, Miguel Ángel Gómez Martínez, se atrevió con la Tercera sinfonía que valoré muy positivamente. El músico austriaco ha estado presente en otras versiones, en recitales, con sus lieder y hasta la recreación coreográfica de su mundo en el genio de Maurice Bejart, el 31 de julio de 1978, en El Generalife, donde sobresalió una visión estremecedora de unos de los lieder que recoge en la Tercera sinfonía, Lo que el amor me dice. El mismo Bejart decía que "los conceptos fundamentales de Mahler son la nostalgia, la soledad, la muerte, pero siempre una ternura inmensa y una victoria final del elemento luminoso".

Ausente en el Festival una visión más completa de la creación mahleriana, me concentraré en la auténtica revolución sinfónica -no sólo en el material puramente musical, sino en el ideológico y dramático- que realizó el compositor austriaco, nacido en Kalischt, cerca de Iglau, en Moravia, el 7 de julio de 1866 y muerto en Viena el 18 de mayo de 1911. Ya he dicho a lo largo del tiempo que vengo comentando el Festival y las obras en él interpretadas, que la vida de Mahler está presidida por la tristeza, justificada o presentida y en una visión pesimista de la vida. Tristeza justificada, por su infancia, con un padre violento y una madre dulce y tierna que soportaba todas las inclemencias; por un difícil ascenso -su procedencia judía no se lo ponía fácil ni en Austria ni en Alemania; por la muerte de algunos de sus trece hermanos, de su madre, de su hija María, presentida años antes en su conjunto de canciones más perfectas, Kindertotenlieder -canciones de los niños muertos-; la infidelidad de su gran amor, Alma, con la que se casa en 1902 -Alma, que renunció a todo, estuvo hasta el final a su lado-; su lucha con la dolencia cardiaca, la misma incomplacencia contra una sociedad incapaz de comprender las miserias y las injusticias formaron una personalidad que tardó tiempo en imponerse en su totalidad, musical e ideológicamente.

Tuvo más éxito en vida como implacable director de orquesta en Laibach, Olumuc, Cassel, Leipzig, para saltar a la dirección de la Ópera de Budapest -donde obligó a que la propia obra de Wagner se representada traducida al húngaro-, a Hamburgo y en 1897 convertirse en director de la orquesta de la Ópera Imperial de Viena, que abandona definitivamente en 1907, por conspiraciones internas de la Filarmónica vienesa, para autoexiliarse en Nueva York, donde se agravaron sus dolencias. Su genio creador no fue comprendido plenamente en su tiempo y sólo, posteriormente -tras la segunda guerra mundial-, gracias a directores como Bruno Walter, Leonard Berstein, Bernard Haitink, Abbado, Boulez, el propio Barenboim, Dudamed y un larguísimo etcétera hemos redescubierto a Mahler, convertido en mito de moda.

Aunque fuera un admirador de Wagner y hasta se declaró 'discípulo' de Bruckner, aunque sólo fuese en agradecimiento por ser de los primeros que lo defendieron, su credo estaba en las antípodas de ellos. En primer lugar, fue capaz de bajar a las cosas más cercanas y hacer de cantos o de acciones cotidianas motivos de su inspiración. Así en sus sinfonías podemos encontrar ironía, incluso humorismo y hasta sarcasmo, al mismo tiempo que lirismo o dramatismo. Hombres, mujeres, niños, naturaleza, como protagonistas. Visiones mundanas y visiones cósmicas. Contradicciones aparentes, pero de ellas se desprende una conclusión evidentísima en toda su obra: "La sinfonía debe ser como el mundo. Debe abarcarlo todo", le dice a Sibelius.

En medio de ese mundo tan atractivo y subyugante hay que recordar que Mahler es el último sinfonista, que hizo añicos un género que con él va a encontrar otras dimensiones. Esa innovación, que ya revela en su Primera sinfonía, camina en varias direcciones, entre ellas la riqueza y originalidad de una orquestación que va más allá de las concepciones de su tiempo y que abren camino a Schönberg y Alban Berg. Pero, como digo anteriormente, son reflejo de sus vivencias personales, de su bajada al mundo terrenal para elevarse desde los sentimientos más puros de las gentes. Desde la Primera sinfonía, Titán, hasta la inacabada Décima, de la que nos ha llegado sólo el original de su Adagio, hay un universo singular, inquietante, poético, pero intensamente dramático. Es posible que encontremos ampulosidades no siempre necesarias, aunque nadie duda -caso de la Octava, la más ambiciosa del autor- de la aportación que hace al sinfonismo. Pero no podemos olvidar, en el otro extremo de la balanza, que los adagios de Mahler son no sólo de una belleza absoluta, sino de una desesperada melancolía.

Me concentraré brevemente en la Segunda y Tercera sinfonías que vamos a escuchar en la 60 edición del Festival, ambas con intervención coral, como ocurre con la Octava y que pueden resumir el credo del austriaco. Por el orden de programación me referiré primero a la Tercera, que escucharemos hoy, bajo la batuta de Zubin Mehta. Escrita en el verano de 1896, en su refugio de Steinbach es, como se ha dicho, un verdadero himno a la Naturaleza, un homenaje a la vida que, como todo lo vital, lleva también en sí el germen de la muerte o, quizá, de la transformación, para ser más exactos con el pensamiento del compositor. Obra pensada con un criterio programático ha quedado éste reducido sólo a los títulos de sus movimientos. En el primero -Pan se despierta: el verano hace su entrada- el autor realiza una descripción de un universo en caos, antes de convertirse en verdadera Naturaleza. Es el movimiento más largo de la obra -que en total dura casi dos horas- donde la original paleta orquestal de Mahler dibuja un auténtico retablo festivo, con charangas, superposición temática, refinamiento instrumental, auténtico paroxismo que concluye en una coda que da paso al minuetto -Lo que me dicen las flores de la pradera-, paisaje interior idílico que dibuja el oboe y se rubrica con múltiples variaciones; ha surgido el mundo vegetal. Para pintar en el scherzo la aparición de los seres animados -Lo que me dicen los animales del bosque- Mahler utiliza unos de sus lieder (Relevo en verano). La ironía del autor está presente en esta página magistral que alterna con la ternura, mancillada por la melodía de una trompa de postillón. Página que da paso a Lo que me cuenta la noche, donde el hombre hace aparición. Pero el hombre lleva junto a sí el dolor. La contralto expresa ese sufrimiento, sobre un trozo del Zaratustra, de Nietzsche. La orquesta y las partes vocales se suceden. Mahler derrocha emoción. El interiorismo, la meditación, la hondura se hacen música, utilizando los medios más sencillos -y más directos- para expresar lo que se ha llamado universo mahleriano. Coro de niños y coro de mujeres intervienen en Lo que dicen las campanas de la mañana, exaltación del amor divino. Sin intervención de violines se convierte en una página limpia, diáfana, inocente. Nos prepara para Lo que me dice al amor, un sereno canto a la eternidad. Mahler teje un adagio hermosísimo, inspirado en Beethoven, pero desarrollado con tal intensidad y belleza que sobrecoge al auditorio. La paz suprema se presiente, si es que existe. Mahler, que canta a la vida en esta sinfonía, no puede terminarla sin recordar la otra vida presentida. Es, sin duda, una de las páginas más conmovedoras de todos los tiempos.

Vida, muerte y resurrección que ya adelanta el autor en su Segunda Sinfonía, la primera en la que incrusta coros y voces solistas y que le llevó varios años en componerla, desde 1891 hasta 1894. En realidad es el comienzo de la ambiciosa idea del gran universo musical del autor, donde orquesta, coro, voces forman un todo monumental que tendrá colofón en la Octava. Desde la Novena, de Beethoven, no se había escrito una sinfonía coral ni la orquesta se había enriquecido con diez trompas, diez trompetas, un órgano y numerosas percusiones. Pero además, en esta sinfonía se concentra su pensamiento, traducido en su idea de la muerte y de la resurrección, que se convierten en toda su obra en una especie de neurosis. Los dos primeros movimientos retratan la vida con sus contrastes, destellos, mentiras. En Totenfeier (allegro maestoso) retrata a su héroe, que entierra en una solemne marcha fúnebre, preguntándose para qué ha vivido. Un magnífico pretexto para que una orquesta aborde todos sus colores. Los textos utilizados en el cuarto y quinto son bien expresivos: Luz original -el cuarto- es un corto fragmento donde la voz, suprimida la percusión y parte del metal, se impone, como si la orquesta escuchase el mensaje del canto. Música pura, desnuda, como una especie de ingenua fe en la paz del más allá.

Pero llega la gran llamada en el Final. "Se abren las tumbas, Gritos desgarradores, chocar de dientes de las criaturas que salen de ellas… Todas gritan y tiemblan de miedo, la misma ansiedad le angustia, pues ninguno es justo ante Dios… No hay Juicio Final… No hay juez", en descripción del propio autor. Este terrible y siniestro movimiento postrero ocupa la tercera parte de la sinfonía. Tras el caos de la apertura de los sepulcros que la magistral orquestación describe, intervienen las voces, la de los hombres, dividas en dos grupos, y la de las mujeres, con la soprano solista. La segunda parte, donde el héroe angustiado busca la resurrección, la preside la voz de la contralto. El coro proclama la resurrección mientras en la estrofa final se doblan las voces, terminando la obra con una intensa pincelada instrumental, reforzada por el órgano y las campanas.

Muerte cierta, resurrección como esperanza. El propio Mahler lo confiesa en este texto: "Sé muy bien que mientras viva, no se me reconocerá como compositor. Esto se hará sobre mi tumba. La distancia que lleva el más allá es una condición sine qua nom para que se aprecie en su justo valor la especie de fenómeno que represento".

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