La Crítica

La 'Novena' napolitana

  • Zubin Mehta ofreció una versión personal, emotiva y luminosa de la última sinfonía completa de Beethoven en la gala inaugural del Festival

Como decía el pasado viernes, en la previa de la 66º edición del Festival, las Novenas de Beethoven han sido un plato predilecto, con el que hemos gozado en cada momento. Y pase el tiempo que sea entre la primera audición directa y la última siempre encontramos algo nuevo y conmovedor. No en balde los grandes directores de todos los tiempos -Fürtwangler, Walter, Toscanini, Karajan, entre tantos otros- han realizado grabaciones diversas que han diferido, una de otras -caso reiterado de Karajan- en maneras, formas, utilización del ritmo, más o menos rápido, timbres, preponderancia de los propios elementos orquestales -entre ellos la percusión- para enfatizar una u otra forma de comunicación.

Dentro de la fidelidad imprescindible al autor, el intérprete -en estos casos sinfónicos, el director- tiene esa libertad que da el fenómeno musical, aunque no olvido lo que me decía Wilhem Kempff, una calurosa tarde de junio de 1959, tras finalizar un ensayo en Carlos V de un concierto beethoveniano que "el mejor intérprete de Beethoven es su música". Doce años transcurrió entre la Octava y la Novena (1824) que, a veces, se interpretan juntas para demostrar la evolución creativa de un genio, que se plasmaría en las tres últimas sonatas para piano.

En la noche inaugural de la 66º edición del Festival, Zubin Mehta, con la Orquesta y Coro del Teatro di San Carlo de Nápoles nos ofreció una versión luminosa, emotiva, que me ha permitido tomarme la licencia de llamarla napolitana, no por el fácil recurso de la procedencia de orquesta y coro, y mucho menos aludiendo a una deformación de la sublime idea, sino todo lo contrario, porque la encontramos iluminada por una luz diáfana, aunque a veces fuese en detrimento de la grandeza y la perfección que exige la partitura, sobre todo en los momentos iniciales, caso del primer movimiento, envarado y más de circunstancias, teniendo en cuenta que no estamos ante una de las grandes orquestas sinfónicas, sino de un notable conjunto instrumental, digno del gran teatro napolitano que representa. Mehta, a pesar de esos iniciales titubeos del Allegro logró lo que muchos deseamos -el crítico, también- cuando nos acercamos a un concierto en el que se programa la última sinfonía del genio de Bonn, la que terminó casi al mismo tiempo que la Missa solemnis, cuando su sordera era tan acentuada que, tal vez por ello mismo, hizo una música que se escucha desde dentro, aunque su aparato técnico parezca tan externo. Ese deseo es escuchar, cada vez, algo nuevo, no sólo porque toda obra universal es un milagro renovado cuando las notas salen de la escritura del pentagrama, sino porque los que expresan esa lectura son seres humanos, capaces de sentir y transmitir emociones y no robots inmutables que repiten una lección conocida.

Así, con esa dimensión de lo cercano, nos permitió superar el un tanto tedioso, con su carácter sombrío, grandioso allegro, un poco maestoso inicial, donde la orquesta debe desplegar su fuerza para ir definiendo la idea que prevalecerá en la obra. El molto vivace que le sigue es un Scherzo que utiliza indistintamente los clásicos tres tiempos o los reduce o comprime a dos, con los que finaliza, dejando en el centro el protagonismo del timbal. El adagio exige una cuerda robusta y sensible, luminosa, como decía al comienzo, para expresar toda la belleza de las variaciones orquestales, en la que el corno tiene un papel que siempre sorprende. Fue en el que la sabiduría, elegancia y sensibilidad de Mehta pudo extraer, de unos sólidos profesionales, matices que faltaron inicialmente. Con el diálogo de las cuerdas -que superaron estridencias-, con el predominio de las graves, el director indio supo envolver ese cúmulo de belleza, al que tantos adagios han intentado aproximarse, a partir de ese momento musical que desemboca en el grandioso Finales, en el que se recuerdan todos los temas de la sinfonía, empezando por las cuerdas graves, para ir, paulatinamente, toda la orquesta anunciando el tema del Himno a la alegría, la Oda de Schiller. Mehta manejó todos los elementos orquestales y corales con esa luminosidad de la que hablaba al comienzo, tratando de alcanzar un equilibrio porque se trata de un abrazo fraternal entre todos. Se abismó más en ese finale porque es necesario que el director imponga el ritmo, el sentido de la grandiosidad a la que le invita la partitura. Porque ese canto de todos los seres unidos en la fraternidad, es un canto de alegría, algo que resuena lejano, pero que se acerca conmovedor, hasta que las voces y el trombón definen el mensaje "Quedaos abrazados millones de seres" que arrastra a todos en un torbellino que director, orquesta y coro fueron elevando con enfervorecido entusiasmo, con el apoyo de la batería de triángulos, platillos, bombo, increíbles para aquellos tiempos y que servirían de ejemplo a todos los compositores posteriores, cuando han pretendido resaltar y apoyar un mensaje trascendental. Brillante el coro aunque con estridencias con las que suplir sus no muy numerosos elementos vocales -siempre tenemos que recordar cómo un coro de la rotundidad del Orfeón Donostiarra arrastra y a veces, se impone a la propia orquesta- y un notable cuarteto solista, con la bella voz de la soprano Julianna Di Giacomo, la rotundidad de la mezzo Lilly Jerstad, un magnífico tenor como es Robert Dean Smith, en su perfecto diálogo, y un bajo potente, sobrio, sin efectismos, como Wilhelm Schwinghammer.

Zubin Mehta, superó el calor y el cansancio, y nos ofreció una versión personal que no se debe comparar con otras en la memoria de los aficionados, con fuerza, sobre todo en el finale, emoción, elegancia y, sobre todo, haciendo realidad ese milagro, tantas veces comentado, que cada vez que escuchamos la Sinfonía núm. 9, en re menor nos suene nueva que es lo verdaderamente importante para las obras que están fuera del tiempo.

El concierto recordaba, in memoriam, a José Luis López de Arteaga, la voz inolvidable del Festival en sus retransmisiones de tantas jornadas, a través de RNE-Radio Clásica y la Unión Eureopea de Radiodifusión. También lo transmitía en directo la Televisión de Canal Sur.

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