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Oriente y Occidente

  • En 'La encantadora de Florencia', Salman Rushdie despliega prodigios y sorpresas para poner en jaque la naturaleza humana

El protagonista de La encantadora de Florencia pertenece a la estirpe de Ulises. Es un individuo con la mirada fija en la línea del horizonte. Un viajero. Sin embargo, estamos ya en la segunda mitad del siglo XVI (Isabel Tudor reina en Inglaterra) y los mapas incluyen mares hasta ahora inexistentes, y tierras otrora inalcanzables se han convertido en metas habituales de infinidad de mercaderes. El mundo se va haciendo pequeño, pero aún es suficiente grande. Es protagonista es un vagamundos, se ha dicho, que viaja a la corte de un tragamundos, el emperador Akbar el Grande. Y es que, además de viajero, este personaje es un ladrón que ha sisado una carta de la reina de Inglaterra para el señor de la India, y como además de viajero y ladrón es un charlatán, se hace pasar por embajador de Su Graciosa Majestad.

Estamos en algún momento de finales del XVI, decíamos. Desde hace un par de siglos, desde los tiempos de Petrarca, el humanismo ha emprendido una implacable reconsideración del hombre. Ha iniciado su dignificación. El protagonista (ese viajero, ese ladrón, ese charlatán) es nativo de Florencia. Allí, ya exangüe, el Renacimiento ha dado sus últimas bocanadas y sus últimos nombres de relieve (entre ellos, Nicolás Maquiavelo, también actor en la novela). Ahora le toca al mundo recoger dicha simiente y sembrarla. Una semilla que flota en el aire, y que el aire lleva en todas direcciones. Akbar el Grande, previamente a la llegada del extranjero, ya barruntaba: "Deseaba poder decir que es el hombre, y no Dios, quien ocupa el centro de las cosas. Es el hombre quien está en el núcleo y abajo y arriba, el hombre quien está delante y detrás y al lado, el hombre quien es ángel y demonio, el milagro y el pecado, el hombre y siempre el hombre, y que en adelante no tengamos más templos que aquellos consagrados a la especie humana".

Un hombre de ese talante tiene mucho que aprender del vagabundo. También mucho que enseñar. Y ambos mucho que decirse. De hecho, la usurpación de la persona del embajador es un medio, no un fin. Al viajero charlatán le interesaba llegar hasta Akbar el Grande para contarle ciertas historias. Cientos de historias. La suya propia y la de sus ancestros, una trama trenzada de aventuras y maravillas, batallas y romances, victorias y derrotas, príncipes y princesas, guerreros y hechiceras, amantes y amadas, fantasmas… Las ciudades invisibles (1972) de Italo Calvino, la narración del viaje de otro italiano, el veneciano Marco Polo, a otra lejana corte oriental, la de Kublai Khan, es el referente más reconocible de Rushdie; sus obras ofrecen un fructífero diálogo entre Oriente y Occidente y una apasionante disquisición sobre la 'fábula'. El hombre necesita contar, para contarse. Si no se narrara, tendría la sensación de no existir. Peor aún, de no haber existido.

Con el humanismo, el hombre pasará a ocupar en el mundo el espacio antes reservado a Dios. A compartir, más bien, pues el Altísimo se niega a salir de escena. No obstante, en lo que a literatura se refiere (en poesía, en teatro, en novela), el hombre ocupará ya para siempre el centro de las cosas. En La encantadora de Florencia hay prodigios sin fin, en una espiral de sorpresas continuamente renovada, pero ninguno es obra de dioses, ninguno se ha desgajado de un orden ultraterreno diseñado por un arquitecto sobrehumano. Dichos portentos son fruto de la fantasía y del deseo de hombres y mujeres, y de los infinitos pliegues de la naturaleza humana, tan propensa a desvelar realidades como a ocultarlas. La encantadora de Florencia es un artificio exuberante, exquisito, magnético, bien escrito, bien armado. Un humor finísimo hace aún más suculento el plato.

Salman Rushdie. Mondadori. Barcelona, 2009

Salman Rushdie Mondadori Barcelona, 2009

Salman Rushdie Debolsillo Barcelona, 2009

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