Literatura | Diarios

Polvo de mariposa entre los dedos

  • Con motivo del vigésimo quinto aniversario de su muerte, la editorial Lumen acaba de publicar un volumen con todos los diarios escritos por Jaime Gil de Biedma

En 1956, Jaime Gil de Biedma era un joven de veintiséis, veintisiete años, hijo de quienes ganaron la guerra, con una licenciatura en Derecho y unos pocos poemas en la calle, Según sentencia del tiempo (1953), y en las calles él mismo, tras la inspiración a veces, tras un último trago que echarse al coleto a menudo, tras el escarceo erótico de signo homosexual más que nada, no para rebelarse contra la moral imperante -en esto no se engañaba-, sino para darle gusto al cuerpo dándole lo que el cuerpo pedía. Desde hacía un año, desde 1955, Gil de Biedma estaba empleado en la Compañía General de Tabacos de Filipinas y, en calidad de tal, fue destinado a las susodichas islas. A modo de campo de pruebas ("Yo empecé con este cuaderno para adiestrarme a escribir prosa", confiesa), el joven Gil de Biedma se impuso la redacción de un diario para cifrar su experiencia ultramar; el diario debía ser un cuenco donde verter el agua de la vida; también un armario, unos estantes, unas perchas en las que colocar los distintos trajes, las diversas pieles que viste todo hijo de vecino.

Aunque no fuera publicado en vida, el diario nació para ser leído. Gil de Biedma fue entregando sueltos del mismo a algunos amigos y en 1974 dio el visto bueno a una edición reducida, expurgada de toda épica homosexual, bajo el título de Diario del artista seriamente enfermo. En 1991 apareció póstumamente la versión íntegra: Retrato del artista en 1956. Ahora, con motivo del vigésimo quinto aniversario de la muerte del poeta catalán, Lumen propone esta obra acompañada de otros diarios suyos, inéditos hasta el momento. Su importancia está fuera de discusión; todos cuantos se han sentido embriagados con los versos de Las personas del verbo -reeditada asimismo por Lumen- han de leer forzosamente este otro volumen, que nos presenta al hombre, con sus luces y sus sombras. El Retrato del artista en 1956 está dividido en tres partes de valor desigual: la primera, Las islas de Circe, es un resumen de su primer periplo filipino. Estas páginas nos revelan muy poco de su trabajo en la Compañía General de Tabacos, nos dicen algo de su lucha con versos y estrofas, pero dan amplia y variada noticia de sus arrebatos eróticos y de sus escapadas a burdeles, de cómo corteja y es cortejado, de sus muchos novios e incluso de algún devaneo heterosexual: "Después de tres años de abstención -que no se me han hecho largos-, durante mi estancia en Hong Kong me acosté con una mujer. No estuve mal", comenta con no poca presunción y un pellizco de coquetería.

La segunda parte, Informe sobre la administración general de Filipinas, carece de miga literaria, aunque colocado donde está, a modo de cortafuegos, produce no poca extrañeza. El escritor hacía un balance a los capitostes de Tabacalera y sugerencias para la mejora de una compañía que aún funcionaba como reducto cuasi colonial. Gil de Biedma está pagando peaje a la oficialidad cuando apunta: "En cuanto a las dificultades de orden social que suelen temerse […] no parecen preocupantes; el país no es lo bastante poblado ni lo bastante próspero como para que pueda crearse en un futuro cercano la situación de malestar y de efervescencia política que se vive en Central Luzón". Los patronos pueden dormir tranquilos, viene a decir. De regreso en Ítaca, la tercera sección y la mejor para mi gusto, nos devuelve a la vida íntima del poeta, otra vez en España -"este país de todos los demonios", según lo describiría en Apología y petición-, al lado de la familia y de los amigos, descubriéndose dentro una inesperada nostalgia por el Trópico y una lesión pulmonar. Diagnóstico: tuberculosis. En los meses de convalecencia, Gil de Biedma va adelante con la redacción de algunas de las mejores piezas de Compañeros de viaje (1959) y de un ensayo sobre Jorge Guillén. Lo reflexivo gana la mano al exhibicionismo.

Hay mucha osadía en este libro atípico. Hay apuntes de suma perspicacia en los que llamea la lucidez y el fulgor de su mejor poesía. Hay contradicciones asimismo, hasta bajezas, que el propio escritor intuye y no rehúye, lo cual le honra. Curiosamente, en un libro de estas características, dichos contrastes redundan en un mayor interés, pues arrojan haces de luz desde perspectivas inesperadas tanto para el lector como para el autor. Y es que, a pesar de los abundantes rapapolvos contra la burguesía biempensante, al poeta acaba viéndosele el plumero ideológico cuando habla de sus correrías como turista sexual en Manila: nunca participó de la moral nacional-católica, de acuerdo, pero no pocas veces se comportó como un señorito, mero testigo en la miseria ajena, que ve en el otro sólo un pedazo de carne en venta que él puede permitirse comprar. La mentalidad de derechas nunca se ha distinguido por su empatía, y a Gil de Biedma aún no le revolvía la bilis esa "mala conciencia" que confesaría en Moralidades (1966). No sólo servimos al sistema repartiendo folletos de propaganda entre los viandantes; también lo hacemos al aprovecharnos impunemente del abanico de beneficios, de la batería de los privilegios, de la medallería que consentimos que nos cuelguen en el pecho.

En el poema «Las afueras», compuesto aquel 1956, habla de que la luz usada, la vida vivida, "deja polvo de mariposa entre los dedos". Ese polvillo, símbolo insuperable de la belleza y la fragilidad de las cosas, impregna unas páginas sinceras hasta la inconveniencia. Retrato del artista en 1956 es un auto de fe en el cual oímos a una persona de enorme agudeza, instalada en la indolencia típica de quien ha llevado una vida regalada, hacer pública exposición de sus muchos pecados. En sus Poemas póstumos (1968), un Gil de Biedma mucho más maduro escribiría: "Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde".

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