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Portugal, año cero

El año 2012 ha visto cómo las autoridades portuguesas eliminaban toda ayuda a la cinematografía como consecuencia de la crisis económica y los recortes. Ninguna película se ha rodado este año en el país luso con subvenciones estatales, fundamentales en una cinematografía sin base industrial, mercado, ni público. Incluso una institución ejemplar como la Cinemateca Portuguesa veía cómo desde el pasado noviembre no podía subtitular ya las películas extranjeras de su programación ante la falta de presupuesto. Las gentes del cine portugués se manifestaban en mayo en la plaza de São Bento, mientras en una pantalla improvisada se proyectaban secuencias de algunos de los más importantes títulos de su historia en una emocionante sesión pública atravesada por un gran sentimiento patrimonial colectivo.

Paradójicamente, 2012 vio también cómo el cine portugués se alzaba como el más importante y hermoso de cuantos se hacen hoy en Europa, quién sabe si en el mundo, gracias a una serie de títulos (Tabú, de Miguel Gomes, A última vez que vi Macau, de Rodrigues y Rui Guerra da Mata, Gébo et L'ombre, de Oliveira, A vingança de uma mulher, de Rita Azevedo, Linhas de Wellington, de Valeria Sarmiento, É na Terra não é na lua, de Gonçalo Tocha, los proyectos colectivos salidos de Guimarães y Vila do Conde, con mediometrajes de Pedro Costa, Aki Kaurismäki, Víctor Erice, Thom Andersen o Sergei Loznitsa) que no han parado de cosechar premios a su paso por los principales festivales internacionales o que aparecen insistentemente en las listas de los mejores filmes del año.

Tutelado por el patriarca Manoel de Oliveira, que se cura un resfriado tras otro mientras algunos de sus más ilustres discípulos como Paulo Rocha (fallecido el pasado día 28) se quedan por el camino, el cine portugués contemporáneo vive un esplendor creativo muy lejos de la taquilla y los peajes de la industria, como si fuera consciente de que no es ésa la liga en la que una determinada sensibilidad artística (melancólica, solitaria y fantasmal) puede o debe competir en estos tiempos. Justo lo contrario, me temo, de lo que ocurre en el cine español, empeñado en mimetizarse a toda costa con los impersonales modelos genéricos de importación que hace pensar en una paulatina renuncia a toda identidad cultural propia para subirse a toda prisa al carro del mercado y la industria (del entretenimiento), dejando muy en los márgenes, apenas sin visibilidad, a esas propuestas a las que todavía le interesan los retos del lenguaje, las formas o, simplemente, la belleza.

Mientras aquí todos hablaban de la (falsa) recuperación del cine mudo de The Artist, Miguel Gomes, puntal de una nueva generación de cineastas lusos, pilar de la productora O som é a furia junto a João Nicolau o Sandro Aguilar, reformulaba el silent en blanco y negro en Tabú con desparpajo y flexibilidad, sin molde, abriendo su relato romántico sobre las heridas del pasado colonial a una insospechada y meándrica trayectoria libre y musical vigilada muy de cerca por un cocodrilo escurridizo.

A última vez que vi Macau también escarba en la memoria colonial y en la cinefilia más refinada como marco para una pesquisa detectivesca de deriva apocalíptica por las calles de neón y los rincones portuarios y nocturnos de la ciudad de Macao, un espacio urbano sobre el que resuenan los ecos autobiográficos y la ficción en un poderoso ejercicio de transfiguración de la realidad. Rodrigues y Rui Guerra da Mata también supieron travestir un relato tradicional en una ascética película de zombis adolescentes en Manha de Santo António, uno de los mejores cortos del año que pudo verse en el renovado Festival de Cine Europeo de Sevilla junto a Gébo et L'Ombre, de Manoel de Oliveira, demoledor y austero ejercicio de cámara de raíz teatral y actores de leyenda que habla del presente devastado con la precisión y la fina ironía habituales del maestro de Porto.

Las ruinas, un tema muy caro al cine portugués, son las protagonistas de Reconversão, un heterodoxo ensayo documental sobre el trabajo del prestigioso arquitecto Eduardo Souto de Moura, cuyos principios de diseño, construcción y rehabilitación son sometidos a una mirada rigurosa, pre-cinematográfica y reflexiva a través de la cual el norteamericano Thom Andersen sigue indagando en las relaciones y escalas entre el hombre, el tiempo y el espacio. Muy lejos del mundanal ruido, en la isla de Corvo en las Azores, Gonçalo Tocha demuestra en la monumental É na Terra não é na luna que una pequeña cámara digital, un micro y una manera de mirar son herramientas más suficientes para retratar y fijar la memoria (perdida) de un microcosmos de pequeñas historias personales e insólitos paisajes en primera persona del singular.

Pero hay más nombres y más títulos, un cine portugués sentido y filmado por cineastas viajeros fascinados por su tempo y su saudade, un cine portugués en el exilio. Continuará...

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