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Preclaros postulados artísticos

Las fotografías de Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942) sorprenden a primera vista por la consistencia material que les confiere la densidad de la emulsión. Adquieren así, además de gran riqueza tonal, cierto carácter de objeto. Son fotos con peso propio: pierden la calidad de ventana o vehículo, para convertirse en sedimentos de una experiencia irrepetible. Se ha dicho que en la fotografía coexisten la huella de la luz, que marca en la película el reflejo del mundo exterior, con el recorte, por el que el autor selecciona parte de ese mundo y elimina el resto. A esos dos momentos de la fotografía Iturbide añade un tercero: el eco que lo fografiado despierta en el fotógrafo, un aura no psicológica, sino poética.

Así ocurre en sus paisajes. Son lugares habitados y después abandonados: alguien pasó por el cipresal de Roma, trabajó en la plataforma de Chalma, reducida a las primeras labores de estructura, y contempló la mano del jardín de Bomarzo en la que las miradas depositadas superan con mucho las matas de musgo que la cubren. El paisaje deja de ser vedutta para convertirse en superficie de inscripción que mantiene vivos muchos rastros.

Esa memoria de la presencia de los individuos otorga una calidad peculiar a sus fotografías de ritos populares y culturas indígenas. Iturbide recibió diversos encargos del Instituto Nacional Indigenista. Viajó a las tribus Seris del desierto de Sonora en una misión antropológica. Pero sus imágenes desbordan el informe: los Seris son hombres y mujeres con entidad propia. Orgullosos de su modo de vida, pueblan el desierto con la decisión de la Mujer ángel que camina con falda de amplio vuelo y un radiocasette en la mano.

Aun las numerosas obras dedicadas al ritual (sacrificios de cabras en Oaxaca, ritos fúnebres en Guanajuato, diversos carnavales) se separan por completo del informe, el reportaje o el mero registro de lo exótico. Son fotos hechas desde dentro, como si la autora desde el principio conectara con la lógica de quienes sacrifican animales o añaden al traje blanco la calavera que oculta el rostro de la novia.

Quizá en este rastrear pasos perdidos o asociaciones que escapan a la conciencia esté la impronta de Manuel Álvarez Bravo, el fotógrafo mexicano vinculado al surrealismo. Iturbide se inició con él en la fotografía y fue después su asistente. Que sólo durara en ese trabajo un año sugiere, sin embargo, la independencia de la artista. Pese a ello, la huella surreal se advierte en el exquisito cuidado con que fotografía el baño de Frida Kahlo. Clausurada esta habitación de la casa museo por expresa voluntad de Diego Rivera, se abrió el año 2004 (a los cincuenta años del fallecimiento de Kahlo) e invitaron a Iturbide a fotografiarlo. Las fotos del corsé o las muletas con las que Frida se ayudaba en su enfermedad son del todo elocuentes.

Un tema recurrente en Iturbide hace pensar en el azar objetivo: sus nubes de pájaros en la India, México o Estados Unidos, o las de insectos en Juchitán. ¿No hay en estas repentinas (des)bandadas un paralelo con el instante en que una imagen congelada, la fotografía, desencadena un flujo de imágenes en la fantasía?

La silenciosa pero apreciable presencia de la autora en sus fotografías, a la que me referí antes, se hace manifiesta en sus autorretratos. Algunos sutiles (sus pies en la bañera de Frida Kahlo, su sombra en la casa donde vivió Trostky), otros explícitos (el que la recoge ataviada como una india Seri) y uno, ¿Ojos para volar?, quizá programático: en él mantiene ante sus ojos un pájaro vivo y otro muerto. Una metáfora muy personal de la fotografía.

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