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Recuerdos de infancia

  • La única hija del escritor recuerda su niñez y juventud junto al padre para quien siempre fue "la niña de sus ojos"

Los primeros recuerdos que tengo de mi infancia son bastante tardíos, pues sólo se remontan a 1939, cuando tenía ya casi seis años. El primero es de cuando ya estábamos instalados en Buenos Aires, en un piso en la calle Defensa cerca de la Plaza de Mayo, y es el de bajar al jardín cerrado del edificio en que vivíamos y encontrarme con los niños que luego serían mis primeros amigos. Pienso que ese acto significó para mí entrar en una vida normal y segura, después de los años de la Guerra Civil, en los que en varios tiempos mi madre y yo nos trasladamos de Madrid a Valencia y, ya fuera de España, a Marsella, y finalmente, con mi padre, a Cuba, Chile y Argentina.

Lo primero que recuerdo de mis padres es el tecleteo nocturno de la máquina de escribir, con la que mi madre consignaba al papel lo que le dictaba mi padre: traducciones del alemán que, además de publicar artículos para el diario La Nación, él hacía para ganarse la vida en los primeros tiempos del exilio. Después, cuando ya dictaba cursos en la Universidad del Litoral, en Santa Fe, recuerdo sus ausencias, que aunque eran cuestión de dos días, a mí me parecían eternas, pues desde entonces estuve siempre muy apegada a él, y echaba mucho de menos su querida presencia.

Durante ese período, y hasta que dejamos Buenos Aires en 1950, mis padres me llevaban consigo a todas las reuniones de amigos -gran parte de ellos también españoles exiliados-, que eran bastante frecuentes. Yo era una niña muy formalita y bastante tímida, así que observaba y oía las conversaciones de los adultos desde un puesto inconspicuo, y disfrutaba enormemente con ello. Esos amigos eran escritores, artistas, o personas que pertenecían a diversas profesiones liberales, así que sus conversaciones eran para mí más que un entretenimiento, pues con sus diversas personalidades e ideas, eran también fuentes de conocimiento y sin duda contribuyeron a abrir mi mente. A veces mi padre también me dejaba acompañarlo cuando se reunía con un solo amigo, cosa que me llenaba de orgullo, y recuerdo especialmente un paseo nocturno, cuando tendría ocho o nueve años, con Don Pedro Enríquez Ureña, quien comentaba algo sobre las constelaciones de estrellas que brillaban sobre nosotros.

De mis años de enseñanza primaria en la escuela pública cercana a casa (que era excelente en aquellos tiempos), recuerdo una anécdota que aún sigo contando a mis amigos, ya que me define perfectamente. Fui siempre muy concienzuda en mis estudios, y además soy bastante perfeccionista, así que un día en el que, entre las tareas traídas a casa tenía que dibujar un mapa del cono Sur, con los productos que cada región producía, lo hacía con tanta exactitud que aún seguía en ello entrada la noche. Ya se hacía tarde y yo todavía trabajaba en dibujar correctamente los contornos de las mil islas que son parte del territorio costero de Chile. Mi padre, que vio que así no acabaría hasta la madrugada, cogió mi cuaderno y, rápidamente y a ojo de buen cubero, terminó de completar el dibujo en un santiamén, para mi gran consternación pero también alivio, pues se me cerraban los ojos de sueño.

Mi padre había publicado alguna obra de pensamiento en la editorial Losada, para la que antes había hecho sus traducciones, pero el voluminoso Tratado de Sociología, que también publicaría Losada, fue su mayor contribución para esa editorial. En 1945 fue invitado a dar unos cursos en Río de Janeiro, bien remunerados y que le concedían bastante tiempo libre para sus cosas. Fue allí, en el transcurso de ese año, donde terminó de escribir ese Tratado, que se publicaría al año siguiente.

Entre las cosas que le permitía su tiempo libre en Río, una era la de acompañarme a la playa de Copacabana, que estaba enfrente del edificio donde vivíamos. Allí tuvo un día ocasión de rescatarme, no de las olas, sino de una invasión de cucarachas voladoras que se habían asentado en la arena la noche anterior. Yo no me había dado cuenta de esa circunstancia al entrar corriendo en la playa hasta que ya estaba en medio de ese mar de repugnantes bichos, y me quedé petrificada, sin poder dar un paso atrás por miedo de aplastarlas con mis pies desnudos. Mi padre, que siempre bajaba a la playa vestido y calzado, pues nunca había aprendido a nadar, corrió hacia mí y me llevó en andas hasta la acera, libre de insectos. Algo le debió de costar ese transporte, ya que yo ya tenía diez años y no era flaquita.

Años más tarde, ya como adolescente en Puerto Rico, donde viví con mis padres desde 1950 hasta 1952, también pude concurrir a las reuniones nocturnas improvisadas que se hacían casi diariamente en casa de uno u otro profesor de la Universidad donde enseñaba mi padre, en un barrio de Río Piedras donde residían muchos de sus colegas: profesores chilenos, argentinos, y españoles, exiliados o no. Esos fueron unos años muy placenteros para mí, y dejé la isla con bastante tristeza.

Quizás estas nimiedades no contribuyan mucho al conocimiento de mi padre, pero para mí él era entonces sólo mi padre querido, y no una personalidad de la cultura.

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