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Renoir, telón de fondo

  • Versus amplía su catálogo de Jean Renoir con una completísima edición en dos DVD de 'French Cancan'

Broche de oro del sello Versus en su recuperación del cine de Renoir, la edición de French Cancan es una gran noticia. Repleta de extras -documentales, ensayos y la tercera y última parte del extenso y capital capítulo de Cineastas de nuestro tiempo que Jacques Rivette le dedicara al patrón-, la edición recupera el extraordinario máster que restaurara la Gaumont y adjunta un librito con extensos artículos de Israel Paredes, Tag Gallagher y Francisco Algarín, tan joven y ya voz autorizada en el cine de Renoir así como en su influencia en el moderno cine francés. Ver de nuevo French Cancan en su esplendor de color y en su vibrante grano es como verla por primera vez, una revolución sensorial que casa a la perfección con la desbordante humanidad que aquí desplegaba Renoir, ambas dimensiones dando a luz un conjunto que sólo los cegados por la ideología o la tontería (la confusión entre realismo y verosimilitud) osaron despreciar.

Los años en Estados Unidos durante el apogeo de la guerra mundial, la aventura exótica de El río y el rodaje internacional en Cinecittà de La carroza de oro hicieron de French Cancan, para los historiadores, la película de reenganche con la cultura francesa, con el espíritu popular y la tradición literaria (Balzac, Stendhal) y pictórica (el padre, Auguste, pero también Degas, Manet o Toulouse-Lautrec). Esto es cierto a medias, pues Renoir nunca olvidó estos referentes, rastreables en su aventura inmigrante, y el hecho de que aquí muchos de ellos titilen en la superficie de la pantalla encuentra justificación al tratarse el filme de una reconstrucción del París de finales del siglo XIX, donde nace la libre ficción sobre la lenta y turbulenta edificación del Moulin Rouge. En Renoir, como siempre, lo que se pone en juego es un conflicto entre el control artístico y la absoluta disposición, perfilada por los años de experiencia, a dejarse sorprender por la realidad registrada. Y eso vale para Una partida de campo tanto como para French Cancan, pues los años no cambiaron esa desarmante duplicidad que todo lo impregna en su cine: la que, por ejemplo, existe entre el cuerpo del actor y el personaje que interpreta (que a su vez es individuo y eslabón de la clase social); destilación de la que puede producirse entre el primer plano y el fondo de las erógenas tomas renoirianas. Duplicidad y espejos -el del cine el más incisivo de ellos- que se ponen frente a esos hombres y mujeres que, como decía el propio Renoir en la piel del Octave de La regla del juego, "tienen sus razones", lo que es terrible, pero también maravilloso. Para ello, claro, hay que querer a los humanos, a Danglard, el astuto cabaretista, para el que el amor y el dinero sólo son medios para obtener su verdadero placer, el de ver cómo sube el telón y comienza el espectáculo; también a Nini, la lavandera que no tarda en aprender que el sexo es poder y que para ella es mejor darse a todos sin darse a ninguno en el frenesí del cancán; o a ese príncipe suicida que nunca comprenderá lo que es el amor. A todos ellos y a muchos más (cómo olvidar a la tempestuosa María Félix) los inserta Renoir en el sutil entramado de simbología -colores, objetos, espacios y tiempos- que es French Cancan, una red nada simple, ajena a lo unívoco, donde la vida estalla en un gesto, una bajada de ojos, una pierna al aire, o en una sencilla ráfaga de Edith Piaf o Patachou.

Película a contracorriente, French Cancan tiene algo de La gran ilusión, un mensaje de amor al arte y al espectáculo como fuente de hermanamiento entre hombres, de superación de la sociedad de clases y niveles. Una suspensión, ya se sabe, momentánea, pues afuera del Moulin siempre caminará, solitario, el borracho; y en la esquina dormirá la mona la exvedette.

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