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Soledades y extravíos

  • En 'Con tal de no morir' Molina Fox llama la atención sobre la relación entre el apego a la realidad y el gusto por lo que la realidad sepulta: el misterio

A pesar de haber saltado a la palestra como uno de los nueve novísimos poetas españoles en la mítica antología de José María Castellet, y a pesar de sus asiduas incursiones en los escenarios, en calidad de dramaturgo y traductor de William Shakespeare, o en la gran pantalla, como crítico y ocasional director, Vicente Molina Foix (Elche, 1946) es ante todo novelista. En este ámbito ha dado sus obras más aclamadas, estoy pensando en La Quincena Soviética (1988), Premio Herralde hace dos décadas, o El abrecartas (2007), Premio Nacional de Literatura hace un par de años. Tampoco el relato le ha sido ajeno y sin embargo, hasta su más reciente trabajo, Con tal de no morir, no le había consagrado un entero volumen.

En Con tal de no morir llama la atención cómo se trenzan dos tendencias contrapuestas (no contradictorias) de la ficción: el apego a la inmediata realidad y el gusto por lo que esta realidad sepulta, el misterio. Vicente Molina Foix se fundamenta en una clara voluntad testimonial, pero en sus relatos, en unos más que en otros, se percibe un bullicio fantástico nada despreciable. La historia que abre y cede su título al volumen es reveladora. Nos referimos a un sutil aggiornamento del mito de Fausto, con diferencias: quien negocia con el diablo no le vende el alma, sino unos excedentes de vida, y no obtiene la sabiduría a cambio, sino una vejez tal cual la cantan las sirenas de la publicidad (sin achaques, lustrosa, sin inconveniencias, feliz); la transacción se negocia según la lógica drástica de las altas finanzas. El poeta en la torre -junto al anterior, lo mejor de la docena-, sigue derroteros parecidos y de la peripecia de un joven poeta que, lejos de la hipersensibilidad atribuida a los de su especie, se mete el muy zoquete en la boca del lobo, o eso parece, se alzan fortísimas emanaciones góticas.

El deseo de levantar acta de esta cotidianeidad nuestra, la de cada día, cabe verla en otro buen relato titulado Los gemelos de bronce, crónica pormenorizada de cómo se acartona y desbarata una relación amorosa (con remate, tal vez, innecesariamente trágico). Molina Foix sigue el día a día de un chico recién incorporado al cuerpo de policía de Madrid, los pequeños hábitos compartidos con su novia, los horarios de cada uno, los lugares recurrentes de ambos, los conocidos de siempre, los desconocidos habituales, los propósitos de enmienda que nos imponemos regularmente y que, sin desgarro, acabamos desestimando. La sensación del tiempo que pasa, sin que pase en verdad nada, está muy conseguido. Y se reconstruye con esmero ese estado de desconcierto de quien acaba perdiendo cuanto tenía sin haber hecho realmente nada por perderlo (El final chirría por esto: el relato no necesitaba un broche sangriento para ser terrible). Hay en el libro, como intuirán, profusión de soledades y extravíos, dos males muy extendidos en nuestro tiempo. Se diría que nuestras ciudades han sido ideadas para el aislamiento de sus habitantes y trazadas, para su confusión, por descendientes chapuceros de Dédalo.

Molina Foix afronta, sin pesadumbre, una vasta problemática socio-sentimental. En La comida a distancia, otro relato no carente de gracia, una mujer en los cuarenta se dedica a pintar y engordar fantaseando a costa del chico que reparte comida a domicilio; en La cantata del café, una chica se enamora, sin poner ni esperanzas ni ilusiones en ello, del novio de una amiga con el cual comparte el gusto por el buen café y la buena música; en Como en Bagdad se combina la crónica de la Guerra del Golfo con una de esas historias de malos tratos tan a la orden del día. Los ejemplos podrían multiplicarse fácilmente. Tampoco falta, nunca falta en Molina Foix, a modo de reivindicación, alguna fantasía gay: en El peluquero de verdad, una divertida pieza en la que el extravío prima sobre la soledad, un españolito de Madrid traspone hasta Inglaterra tras los pasos de un vástago, rubio según manda el canon, de la pérfida Albión.

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