Juan Ruesga

Soñé con ser Niemeyer

Tan sólo unos pocos consiguen hacer poesía: el genio brasileño, uno de ellos, demostró que la arquitectura puede conmover.

Cuando Oscar Niemeyer terminó los principales edificios de Brasilia, yo era un adolescente que dibujaba edificios imposibles en cuadernos de hojas cuadriculadas. A mitad de camino de las ciudades del planeta Mongo que imaginó Alex Raymond y de las utopías de Tommaso Campanella y Leonardo de Vinci. La visión de los edificios que Niemeyer construyó en una nueva ciudad ideal, sacudieron mi interior y terminaron de decidir mi camino. Sobre todos ellos, el edificio del Congreso Nacional de Brasil. Era un auténtico manifiesto. Un par de edificios esbeltos se alzan entre dos casquetes esféricos. Uno cóncavo y el otro convexo. Uno el nuevo Senado de Brasil, el otro el Congreso de Diputados. La utopía era posible y los arquitectos la podíamos construir. Un mundo mejor habitaría en una arquitectura limpia y creativa.

Más tarde, al tiempo que me matriculaba en la Escuela de Arquitectura, Oscar Niemeyer tuvo que exiliarse de su querido Brasil por razones políticas durante casi veinte años. La dictadura cerró las puertas de su despacho profesional, y en plena capacidad creativa tuvo que buscarse la vida en otros países. París, ciudad abierta para los genios del arte, lo acogió y le permitió construir por todo el mundo. Mientras tanto, yo era instruido en la racionalidad y el buen sentido de la arquitectura del movimiento moderno. Le Corbusier y Niemeyer eran arquitectos para estudiarlos y admirarlos, pero no para practicar sus propuestas. Eran demasiado poéticas. Un punto arbitrarias. La arquitectura que debíamos realizar debería ser más sensata. Y casi me lo creí. Y cuando estaba a punto de dejarme convencer, en un viaje a Madeira nos alojamos en un precioso hotel de hormigón visto, que enseguida me interesó. Un volumen rectangular se curvaba sobre el horizonte y el perfil de la isla. El comedor, de doble altura, se abría sobre el Atlántico. En medio del jardín, una construcción exenta recordaba los edificios de Brasilia. Ciertas proporciones nos hablaban de las unidades de habitación de Le Corbusier. Pero había más emoción. Entonces me lo dijeron, era un edificio de Niemeyer. Y como un fogonazo, lo vi claro: la arquitectura podía conmover.

Hace unos años me pregunté: ¿Niemeyer se hizo una casa para vivir él? Sí, claro: la Casa das Canoas. En internet pueden encontrar sus imágenes. Todo en esa obra transmite libertad y armonía. Con el paisaje, el terreno y el clima. El espacio fluye con absoluta naturalidad. Sin mucho presupuesto, antes de sus grandes encargos oficiales en Brasilia. Como decía el maestro Alejandro de la Sota, en las pequeñas casas está la síntesis. Son como tubos de ensayo donde experimentamos. Oscar Niemeyer nos ha dejado, pero su obra nos ilumina. Muchos pueden construir en prosa, pero sólo unos pocos hacen poesía. Y Niemeyer era uno de ellos.

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