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Sutiles sororidades del pasado

Pablo Heras-Casado, el nuevo y rutilante director del Festival de Granada, toma la batuta por segunda vez en esta edición; y lo hace para dirigir a la OCG. En el programa, junto a obras de Ravel y Mozart, un estreno absoluto de José María Sánchez-Verdú, encargo del Festival y un claro ejemplo de la apuesta por la nueva música que su director quieren hacer permanente.

Memoria del rojopodría ser definida como una visión actual del alhambrismo sinfónico. Su autor, el algecireño José María Sánchez-Verdú, vivió y creció en Granada durante su etapa de formación, por lo que siente esta ciudad como muy cercana. La Alhambra, uno de los lugares más emotivos y envolventes de la ciudad, ha atraído a Sánchez-Verdú para la composición de esta obra; a través del estudio de su arquitectura, de su ornamentación y de su historia el compositor ha querido trasladar a su partitura la esencia misma de la roja, de ese palacio-fortaleza que ha presidido el perfil de la ciudad durante más de ochocientos años.

Desde su comienzo, Memoria del rojo define varios planos sonoros, definidos como "polifonía de velos" por el autor. Las cuerdas, trabajadas desde diversas técnicas interpretativas, son el sustrato sobre el que los vientos van surgiendo, no necesariamente en movimientos melódicos, pero en cualquier caso creando atmósferas de gran poder expresivo. Una exquisita tímbrica hace que el discurso creativo evolucione dentro de una semántica coherente, en la cual el culto a los matices, diversos y sutiles en muchos casos, resulta un valor añadido. Se podría decir que Sánchez-Verdú ha refinado los elementos constitutivos de la Alhambra (sus arabescos, la geometría de sus azulejos, la estilización de sus caligrafías) y los ha transportado a la partitura, dando como resultado una atmósfera sensorial en la que el rojo se representa por la nota Sol, que cobra especial importancia en la partitura. Los movimientos en dinámica ascendente, magistralmente marcados por Heras-Casado al frente de la OCG, así como la construcción creciente del discurso desde los más suaves rumores hasta la saturación por adición de instrumentos, las llamadas de atención de los metales o la sutil extinción del sonido al final de la obra son una muestra del mimo y caligrafía etérea de este autor.

Continuando con el programa se escuchó el dinámico y optimista Concierto para piano y orquesta en Sol mayor de Maurice Ravel, una obra de gran lirismo que nos recuerda tanto la sensualidad del alhambrismo antes comentado como la modernidad del jazz a comienzos del siglo XX. Y es que este concierto es un claro ejemplo de cómo el compositor francés volcaba en sus obras aquellos motivos de inspiración que le resultaban más atrayentes, desde un branle vasco hasta la música de Mozart, pasando como no por sus contemporáneos, en particular Milhaud y su visión jazzística de la música. Para su interpretación se contó con Francesco Piemontesi, quien acometió con seguridad y presencia la parte solista, particularmente entroncada con la rica textura orquestal en su primer movimiento. En el Adagio assai, sin embargo, se abandonó al lirismo de este movimiento central para construir un discurso evocador, en el que las polirritmias y el juego de acentos le sirvieron para crear un canto natural y delicado de gran belleza. La orquesta de Heras-Casado estuvo calibrada y oportuna para ofrecer las réplicas precisas al discurso del pianista. La agilidad y virtuosismo de Piemontesi se hicieron igualmente evidentes en el brillante Presto final, un movimiento complejo y muy ágil que requiere de orquesta y solista una perfecta sincronización. En agradecimiento a la prolongada ovación del pianista, que aceptó con apenas cuarenta y ocho horas de antelación acudir a la cita con el Festival, Francesco Piemontesi ofreció fuera de programa Claro de luna de la Suite Bergamasque de Claude Debussy.

La segunda parte se abrió con Le tombeau de Couperin también de Ravel, una suite orquestal en cuatro movimientos que surgió de la homónima obra en seis partes para piano. El homenaje a François Couperin, de quien se cumplen 350 años de su nacimiento, es evidente en algunas técnicas utilizadas por el compositor, pero sobre todo en el espíritu de esta música. El trabajo de los vientos es particularmente importante en la partitura, algo que Heras-Casado supo extraer con maestría, como en el Preludio inicial, en el que el oboe marca la línea melódica principal, segundado por el resto de las maderas; o en el juego tímbrico-melódico de la Forlane, en la que las cuerdas ceden el testigo a flautas, clarinetes y oboes para construir un delicado discurso con la precisión de un orfebre. Semejante preciosismo demostraron los vientos de la OCG en el Menuet, en el que crearon una atmósfera evocadora de un refinado trabajo melódico-armónico. Las cuerdas, bien empastadas y calibradas, dieron inicio al Rigaudon, con gracia y equilibrio, dando pie a las intervenciones de otras secciones.

La Sinfonía núm. 31 París de Wolfgang Amadeus Mozart, que cerró el programa, está escrita para una orquesta más grande de lo habitual, adaptación tímbrica para hacerse con el público francés del último cuarto del siglo XVIII. Esta circunstancia sirvió a Heras-Casado para, una vez más, manejar a la perfección los efectivos sonoros de la OCG, una orquesta dúctil y con una calidad tímbrica singular. Desde el ataque inicial de los arcos, muy del gusto francés, la interpretación de cada uno de los tres movimientos de esta sinfonía estuvo marcada por una dinámica oportuna y un perfecto balance en las evolución de los temas principales y los motivos secundarios. De este modo, director y orquesta cerraron brillantemente una velada cargada de sutiles aromas del pasado. El aplauso prolongado y unánime del público congregado en el Palacio de Carlos V de la Alhambra persuadió al director para ofrecer junto a la OCG, fuera de programa, una delicada interpretación del preludio al tercer acto de la ópera Carmen de Bizet.

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