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WELLES, genio melancólico

  • Cuando se celebra el vigésimo quinto aniversario de su muerte, la editorial Cátedra lanza una segunda edición actualizada del magnífico ensayo sobre Orson Welles firmado por Santos Zunzunegui

Los caminos que llevan a Hollywood, así me han contado, están flanqueados por las tumbas de hombres con almas de niño y niñas con cuerpo de mujer que fueron inmolados sin ningún miramiento en los altares de la fama. Entre las lápidas, cada pocos metros, se alzan asimismo túmulos de juguetes rotos de cuantos no coronaron la cima. Cuando recorres el asfalto -todos los caminos a Hollywood están asfaltados- vas pisando los cascajos de grandes esperanzas y grandes ambiciones hechas trizas. No todo ello pertenece, me dicen, a quienes se quedaron en el camino; también se amontonan los desechos de cuantos son expulsados del Olimpo después de que aquí les abrieran las puertas y los talonarios de par en par. Hollywood, así cuentan, es una gran máquina de triturar carne que regurgita los huesos duros. Por lo visto, aguanta mal el que le planten cara. O estás con el sistema o contra él, ésta es la consigna, y si estás en contra, entonces, tienes sencillamente los días contados. Los laureles, tan escasos, coronan únicamente las doradas testas de los dóciles.

Los álbumes de cromos hollywoodienses están de bote en bote con las efigies de quienes lo tuvieron todo y todo lo perdieron para no recuperarlo jamás. La lista de dioses y diosas apeados del pedestal es inmensa, y también lo es, si bien menor, la de los genios expulsados de sus lámparas y arrojados a las ardientes arenas del desierto. Desde Erich Von Stroheim a Michael Cimino, pasando por Nicholas Ray, el censo de desahuciados engorda de manera inexorable. Todos ellos gozaron de un momento de gloria en el que la industria se rindió a sus pies y todos, tras el fracaso, coinciden en acumular un proyecto frustrado tras otro forjando filmografías en las cuales lo que no fue excede con mucho a lo finalmente realizado. También Orson Welles -de quien Cátedra acaba de reeditar la excelente monografía de Santos Zunzunegui- pertenecería al selecto grupo de autores malditos que, a duras penas, conseguían respaldo financiero suficiente para fletar sus propuestas. Un grupo de malditos, también megalómanos, proclives a dilapidar presupuestos millonarios en filmes que satisfacían unos compulsivos deseos expresivos y un ego con el diámetro de una secuoya.

En su libro, Santos Zunzunegui advierte de la existencia de una tercera cuerda de la que colgar la oronda figura del cineasta, la de los melancólicos: "Welles pertenecía a una raza de artistas melancólicos para los que el inacabamiento [...] forma parte inseparable de su dimensión creativa". La faceta melancólica, de todos modos, no inhabilita las de genial y megalómano; las complementa. Como se sabrá, con sólo veinticuatro años, Welles firmó un contrato con la RKO (el más pequeño de los grandes estudios) que le daba carta blanca para hacer cuanto le viniera en gana. O casi. El cineasta, que gozaría de absoluta libertad por primera y última vez en su vida, estrenó Ciudadano Kane en mayo de 1941 en medio de una gran, pero insuficiente, expectación. La película recibió nueve nominaciones -cuatro de ellas para Welles en tanto productor, director, guionista y actor- de las cuales sólo una se transformaría en estatuilla, la de mejor guión original. Las expectativas en taquilla se vieron igualmente frustradas. Mucho ruido y pocas nueces (pocos dólares), se dijeron los inversores, y Welles, niño mimado durante una temporada, fue degradado a huerfanillo con las narices llenas de mocos y marginado a los arrabales de la industria.

La sugerente exégesis de Zunzunegui, esa apremiante tendencia a dejar las cosas a mitad, está refrendada por los pasos sucesivos del director. En el seno de la RKO, Welles aún rodaría El cuarto mandamiento (1942), pues el susodicho contrato contemplaba la realización de dos filmes. El rodaje se prolongó de octubre de 1941 a enero de 1942; en unos pocos días, Welles ultimó un montaje provisional de 132 minutos antes de embarcarse con destino a Río de Janeiro, dejando a medio acabar Estambul (1943), para enfangarse en un proyecto que a la postre también quedó inconcluso, It's all true. La RKO, entre tanto, redujo El cuarto mandamiento en casi una hora y encargó el rodaje de escenas adicionales a otros realizadores en nómina. Luego, Welles pondría el grito en el cielo y hablaría de traición y traidores, muy shakesperiano él, pero lo cierto es que se había largado dejando las puertas abiertas al enemigo. ¿Tan ingenuo era para no sospechar una injerencia de una productora necesitada de "recaudar" para "ser"?

"La carrera de Orson Welles como director -escribe Zunzunegui- parecía haber pasado, sin solución de continuidad, de su cenit a su nadir". Para su tercer largometraje, El extraño (1946), tuvo que comprometerse a indemnizar a la productora en caso de excederse del presupuesto o en el plan de rodaje; unas condiciones de trabajo en las antípodas de las de Ciudadano Kane. Nada volvería a ser como entonces. En La dama de Shanghai (1948), Welles volvió a sufrir el intervencionismo de un productor, Harry Cohn, que no aprobaba las veleidades narrativas de un Wonder Boy cada vez menos wonder y menos boy. En las décadas siguientes, el genio melancólico estuvo llamando a las puertas del dinero, unas veces en Hollywood, otras en el quinto pino, consiguiendo a malas penas completar una docena de filmes a lo largo de cuarenta y pico años en el mundillo. En busca de una ardua independencia, Welles se prodigó como actor en no pocas películas de derribo para recabar fondos con los que embarcarse en empresas que o bien se dilataban a lo largo de los años, como Otelo (1949-1952), o bien languidecían sin recibir el golpe de gracia, como Don Quijote, iniciada en julio de 1957 y en la que estuvo trabajando de manera intermitente hasta su muerte, en 1985. Según Zunzunegui, "es justo que Don Quijote nunca se acabase, ya que, en cierto modo, quizás nunca se pensó para ello".

Estos ires y venires hundieron no pocos proyectos pero, sin duda, dieron un peso específico a lo que sí consiguió el beneficio del punto final, pienso en esa arrogante y apasionante adaptación de Franz Kafka con capital francés y rodada en tierras de la antigua Yugoslavia, El proceso (1962), o en, ¡oh, sorpresa!, una de las mejores versiones de William Shakespeare jamás realizadas, Campanadas a medianoche (1965), hecha posible gracias a pesetas españolas, no a libras esterlinas, y con las arboledas de la madrileña Casa de Campo en las vestes de tupidas forestas inglesas. Todas estas películas son difícilmente adscribibles a una nacionalidad concreta. Son cine y sanseacabó. El propio Orson Welles puso el dedo en la llaga, una llaga sangrante, cuando dijo: "Es un hecho que muchos de los filmes que habéis visto no habrían podido hacerse de otro modo. [...] si se hubiesen hecho de otro modo quizás hubiesen sido mejores. Pero, ciertamente, no habrían sido míos".

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