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Un aventurero de los de antes

  • Hugo Pratt creó, con Corto Maltés, un 'alter ego' aventurero que fue testigo y actor de los principales hechos históricos que ocurrieron a comienzos del siglo XX y que sumían al lector en la fantasía

En La balada del mar salado (1967), Hugo Pratt se sirvió de un ardid cervantino muy a propósito: la inclusión de una carta en la cual cierto personaje reconocía que sólo la insistencia del señor Pratt -o sea, del autor- lo habría llevado a contarle la historia que tenemos en nuestras manos, a su vez, carta de presentación de un héroe de aspecto bohemio y enrevesado árbol genealógico.

La narración de La balada del mar salado arranca, simbólicamente, el Día de Todos los Santos de 1913 y se pone en boca de un océano: "Soy el Océano Pacífico y soy el mayor de todos. Me llaman así desde hace mucho tiempo, pero no es cierto todo cuanto dicen de mi tranquilidad", lo oímos decir, con esa sintaxis lánguida y contundente que tendrían los océanos si éstos realmente hablasen.

En esta primera empresa, encontramos a Corto Maltés trabajando para un misterioso personaje, El Monje. La tripulación a su cargo se ha amotinado para robar las armas de a bordo y lo ha abandonado a la deriva, atado a una balsa: en su primera viñeta, Corto está con los brazos en cruz, cual Mesías de la Diosa Aventura, mirando desafiante al cielo. El capitán Rasputín, un tipo sanguinario de barbas y mirada bien entintada, lo salva de una muerte cierta y lo arrastra consigo a una serie de correrías, en ocasiones abracadabrantes. Cierta desmaña en el dibujo, cierta improvisación en el libreto e incluso cierta ingenuidad general contribuyen a crear una atmósfera de expectación, en la que puede suceder cualquier cosa. Como, de hecho, sucede.

Hugo Pratt llegaría a realizar veintinueve álbumes con el personaje, contándonos hazañas precedentes y posteriores a las de La balada del mar salado, soñándole una biografía imposible. Corto Maltés entretejió su peripecia personal a los azares de la historia, siendo unas veces actor, otras espectador de sucesos decisivos en las primeras décadas del siglo XX; casi cuarenta años de lances sin fin. En su adolescencia, Corto habría sido testigo de la rebelión de los Boxers y en la revuelta de Manchuria habría trabado amistad con Jack London, entonces corresponsal en la guerra chino-japonesa. En la Patagonia se encontró con dos huidos del imaginario del western, Butch Cassidy y Sundance Kid. También estuvo en el levantamiento de Dublín por la independencia de Irlanda, buscó el tesoro de Alejandro Magno y el 21 de abril de 1918 vio cómo caía abatida la avioneta de Manfred von Richtofen, el mítico Barón Rojo, en los cielos de Francia. Andando el tiempo se alistó a las Brigadas Internacionales para luchar en suelo español contra el fascismo y en esta contienda se le perdió el rastro.

A través de su criatura, Hugo Pratt vivió un tropel de aventuras al borde de lo increíble, cuando no abiertamente inverosímiles, y revivió emociones de sus años jóvenes, y no tan jóvenes. Y es que Corto Maltés, un claro alter ego del dibujante, fue personificación de sus anhelos más íntimos y, asimismo, depositario de algunas experiencias propias. El padre de Hugo Pratt era de origen inglés y su madre de origen turco; también él nació a orillas del Mediterráneo, en Rimini, y de niño se pateó las callejuelas de Venecia, y tiraría alguna piedra a los canales, digo yo, y viajó mucho y de buena gana, y metió el planeta entero en sus viñetas, y si bien no abordó ningún carguero holandés para robar su cargamento de carbón, ni escapó herido de bala de una tribu de salvajes, ni luchó contra pulpos gigantes o tiburones, supo escuchar las baladas del mundo, surcó varios de los siete mares, y sintió el sabor salado del deseo, tan parecido al de la sangre, en los labios.

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