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En la ciudad de Alejandro

  • Pilar Pedraza retrata en 'La perra de Alejandría' la intolerancia esencial del cristianismo y sus pretensiones universalistas con no poca insolencia y sutileza

Pilar Pedraza. Valdemar, Madrid, 2009.

En el delta de Alejandría se encuentran y entremezclan las aguas del Nilo y las del Mediterráneo; en sus calles, la arena del desierto africano y la que trae en las botas el viajero; en sus anales, el Egipto milenario de los faraones y la herencia griega de los Ptolomeos. Alejandría es una encrucijada, en los mapas y en el tiempo, y como toda encrucijada, un lugar mestizo y enigmático. Desde su fundación por Alejandro de Macedonia, la ciudad ha sido puerto para un sinfín de marineros, celestina de infinidad de amantes y musa de poetas infinitos, muchos de los cuales jamás escribieron un verso. Numerosos literatos se han postrado a sus pies: ¿cómo no mencionar la santísima trinidad formada por Kavafis, E. M. Forster o Lawrence Durell? También algún cineasta se ha rendido ante su hechizo: ¿es necesario repetir que mañana llegará a las pantallas la última película de Alejandro Amenábar, nuestro Alejandro Magno particular, ambientada en la Alejandría del siglo IV, después de Cristo?

Aunque el film no se inspire en libro alguno, al socaire de su estreno se están editando y reeditando un apretado ramillete de títulos a propósito, unos con gran sentido de la oportunidad, otros con procaz oportunismo. Al primer grupo pertenece La perra de Alejandría, una novela de Pilar Pedraza publicada en 2003 que bien merecía una segunda oportunidad y cuya recuperación, de todos modos, debiera englobarse dentro de una estrategia editorial de mayores miras que está devolviendo a las librerías la obra descatalogada de esta e xcelente autora (Hace unos meses, Valdemar rescató una de sus primeras novelas, La fase del rubí, del año 1987). Sea como fuere, aunque haya segundas intenciones en el lanzamiento, el lector debiera aplaudir las primeras. La ocasión de descubrir o volver a una narradora sin parangón en nuestras letras, dueña y señora de una obra no extensa, empero atractiva, que lleva ya un cuarto de siglo en estos tajos: su primera novela, Las joyas de la serpiente, que tan bien valdría la pena repescar, data de 1984.

En La perra de Alejandría, Pedraza nos lleva a los tiempos en que esta urbe aún se encontraba entre las más volubles del Orbe, aunque ya acusara los primeros síntomas del declive, aproximadamente a principios del siglo V de nuestra era. Alejandría es un turbión de pueblos, razas y creencias que los acólitos de aquél que murió en la Cruz quieren depurar, no importa si a costa de decapitar las estatuas de dioses ajenos y a sus seguidores. El dios único debe quedarse solo en los altares, ésa es su consigna. No obstante, con el consentimiento del prefecto Orestes, la ciudad se engalana para celebrar las fiestas de Dionisio y cierto personaje, apodado el Rubio, es torturado y muerto por los afectos al obispo cristiano Críspulo, quizás como represalia por las conmemoraciones en honor a esa deidad pagana. La del Rubio (una inmolación descrita con minuciosidad sadiana) será sólo la primera sangre vertida. Con la religión de por medio, ninguna ofensa queda sin respuesta. Ni nadie se va solo al otro mundo.

La novela no ilustra un episodio aislado en la historia del cristianismo. Pedraza, con no poca insolencia y sutileza, señala la intolerancia esencial de una religión con pretensiones universalistas, de siempre tentada por los demonios del poder, y a la cual el diálogo con el otro, el distinto, a menudo se le ha atragantado. La perra de Alejandría es una novela con páginas brutales, necesariamente brutales, pues habla de la crueldad del mundo y del aprendizaje del dolor que inicia el ser humano desde su más tierna edad. Y es asimismo una novela con pasajes muy hermosos, pues la autora no olvida los gozos al alcance en medio de tanta sombra. Y hay momentos que son ambas cosas a la vez, sublimes y horribles. El horror y la belleza, dos elementos recurrentes en la narrativa de Pilar Pedraza, no escasearon en la argamasa que cimentó la ciudad de Alejandro.

E. M. Forster comenzó a trabajar en Alejandría: historia y guía a finales de 1915, recién llegado a la ciudad como voluntario de la Cruz Roja, y prácticamente le había dado su forma definitiva cuando abandonó Egipto en 1919. Allí entabló amistad con uno de los grandes enamorados de la ciudad, Kavafis. El libro se publicó en 1922, pero la tirada se convirtió en humo a causa de un incendio en los almacenes de la editorial, lo cual acabó convirtiendo los ejemplares supervivientes en auténticas rarezas. Dieciséis años después, Forster entregó a la imprenta una segunda edición, aunque como escribe Miriam Allot, el problema esta vez sería la coyuntura histórica: no era un buen momento "para recomendar viajes por el extranjero". Con su exigencia y buen gusto característico, la editorial Almed ha lanzado un precioso volumen que incluye asimismo la otra gran aportación de Forster a la literatura alejandrina, Faros y Farallón.

E. M. Forster Almed Granada, 2009

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