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La ciudad como musa

  • Darío Villanueva ha dedicado un magnífico ensayo a la presencia de la ciudad en el séptimo arte y la literatura, 'Imágenes de la ciudad. Poesía y cine', de Whitman a Lorca Está publicado en Ediciones Cátedra

La urbanización de Occidente (y la recalificación del suelo y la especulación inmobiliaria) empezó en Italia en los siglos XIII y XIV. Frente al Medievo, rural y cerrado, el Renacimiento se presenta como un tiempo esencialmente ciudadano y abierto. El retorno a las ciudades tras aquel paréntesis de mil años se vio favorecido en la península trasalpina por una circunstancia personal e intransferible: el entramado urbano del imperio no había desaparecido con la caída de Roma y las urbes habían continuado vinculadas a sus territorios sin el esplendor o la relevancia de antaño. En la edad moderna, la ciudad recobró su condición de espacio de encuentro, intercambio y refugio; dentro de sus muros, en teoría, la ciudadanía estaba bien provista y a resguardo. Este proyecto fue deteriorándose con el sucederse de los siglos, alcanzando sus cotas de mayor degradación con la sociedad industrial decimonónica; dentro de la ciudad, la ciudadanía seguía expuesta a la indigencia y a los inconvenientes generados por el hacinamiento de masas de población sin pasado ni futuro. La ciudad adquirió tintes diversos según quién escribiera de ella. En su poesía, Walt Whitman se acercaba a Nueva York, una ciudad emergente, rampante, fascinado por esa enésima demostración de titanismo del ser humano. Charles Baudelaire, en cambio, comparaba las grandes ciudades a hormigueros, una imagen más descriptiva que metafórica, ciertamente.

Darío Villanueva, en un magnífico ensayo sobre la presencia de la ciudad en la literatura y el cine en las primeras décadas del siglo XX, Imágenes de la ciudad (Ediciones Cátedra), contrapone estas dos concepciones del espacio urbano, la del autor de Hojas de hierba y la del autor de Las flores del mal, la del cantor de una ciudad floreciente y la del cantor de la ciudad asfixiante, la de la ciudad como cosmos y la de la ciudad como caos. De un lado, la transformación de la urbe en un inabarcable paisaje poblado de desfiladeros y precipicios, la irrupción del rascacielos en el skyline neoyorquino, inspiró a Whitman versos llenos de admiración. Villanueva escribe: "Lo que Whitman […] canta es el arranque pionero de una modernidad científica, política y sociológica que continuará desarrollándose en el siglo XX". Guillermo de Torre le iría a la zaga en unos versos no menos eufóricos, paráfrasis del Ave María: "Dios te salve ciudad / llena eres de sonrisas aéreas / y de espejos proteicos". Del lado opuesto encontramos voces como la de Percy B. Shelley, que dijo que el Infierno se parecía a Londres, o la de Charles Baudelaire, que retrata un París podrido y viejo, especialmente cruel con los más desfavorecidos. La ciudad no es un espacio de convivencia, sino otra liza donde se libra día tras día la lucha por la supervivencia. Donde unos ven velocidad, otros ven atropello; mientras unos hablan de comunidad, los otros hablan de hacinamiento; la libertad de unos se convierte en opresión para los otros.

Villanueva rastrea la influencia de ambas tendencias en el cine previo a la consolidación del sonoro, un cine que Villanueva adjetiva de "puro" para colocarlo en el mismo plano de la "poesía pura" que inspiró numerosos filmes del período. (De esta idea de "pureza", no obstante, podría discutirse largo y tendido). Los versos de Walt Whitman inspirarían por ejemplo Manhatta (1921) de Paul Strand y Charles Sheeler, considerada hoy como la primera película vanguardista norteamericana. (No hay error en el título: Whitman solía referirse a la isla de Manhattan con su nombre antiguo, Maniata o Mannahata). Esta película es un poema visual que alterna imágenes rodadas in situ en 1920 con versos escogidos de Hojas de hierba. En el canto contrario se alza Rien que les heures (1926), una obra dirigida por el director brasileño Alberto Cavalcanti en París, que le acarreó diversos desencuentros con la censura por el protagonismo dado a mendigos, prostitutas y otros marginados. No puede hablarse de una escuela norteamericana o de una escuela europea. La semilla whitmaniana arraigó en el Viejo Continente en títulos preciosos como Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walter Rauttman, un día en la vida de la capital alemana, o El hombre de la cámara (1929), rodada por Dziga Vertov a caballo de Moscú, Kiev y Odessa y concebida como una gran oda a la aún joven Unión Soviética. No faltan ejemplos de la semilla baudelairiana a uno y otro lado del océano Atlántico, como pueden ser Metrópolis (1927) -"el filme de ciudad por antonomasia", en palabras de Darío Villanueva- o Tiempos modernos (1936), la primera obra abiertamente política de Charles Chaplin.

Estas corrientes tuvieron una profunda repercusión en las vanguardias históricas del período: el futurismo, por supuesto, secundaría la visión entusiasta de Whitman, en tanto el expresionismo haría lo propio con la visión crítica de Baudelaire. Y tendrían, en consecuencia, su oportuno reflejo en otros ámbitos artísticos, la novela, la pintura, etc. John Dos Passos participa del espíritu de Whitman en Manhattan Transfer (1925), una epopeya de la gran ciudad muy influida por el cinematógrafo, mientras Alfred Döblin toma el testigo de Baudelaire al escribir Berlín Alexanderplatz (1929), llevada a la gran pantalla por Phil Jutzi en 1931. Respecto a las representaciones pictóricas de la ciudad, también abundantes en este período, el cine hace una aportación esencial: "El cine añade un componente fundamental que no está al alcance de un arte espacial, y por lo tanto estático: el dinamismo, el bullebulle de las gentes que allí pululan, pero también el movimiento de las máquinas modernas, de los medios de transporte y de la propia naturaleza: las nubes, los cambios de luz, la niebla y el humo, la lluvia y la nieve, el sol y la luna", escribe Villanueva. En una entrevista concedida a un periódico de tirada nacional, el autor es aún más categórico: a partir de los años 30, no se puede hacer literatura sin tener en cuenta que el cine existe.

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