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La ciudad y la música

  • Sexto Piso recupera esta novela ambientada en la Estambul de los años 30 firmada por uno de los novelistas más admirados por el Nobel Orhan Pamuk

Hay una dificultad, una pequeña rémora, a la hora de leer esta novela de Tanpinar; dificultad que estriba, no en la excelente prosa del autor turco, llena de una imaginación viva, caudalosa, de un alto cabotaje lírico, sino en las carencias que adornan al lector europeo. Quiere decirse que esta obra de Tanpinar, centrada en la ciudad de Estambul, es también una novela sobre la modernidad y su pugna con la cultura heredada. Y es precisamente el desconocimiento de su acervo cultural, aquí representado por la música, lo que tal vez empalidezca la lectura de una obra tan ambiciosa como profunda, donde asistimos a este combate de fuerzas sociales, la modernización introducida por Atatürk frente a una costumbre de siglos, en los días previos al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

Esto significa que la Paz de Tanpinar no es, en ningún caso, una obra exótica u orientalizante. A pesar de que sus personajes, en sus numerosas discusiones, hablen de Oriente como una entidad genérica y homogénea, la única distinción entre la novela de Tanpinar y otras obras de la tradición europea es la proximidad con que se produce este combate entre lo laico y lo religioso, entre la ciudad y el agro, entre la tradición más compacta y acendrada y unos nuevos usos que en el caso de la Turquía de Atatürk vinieron influidos por el Código Civil suizo. Sea como fuere, el hecho mismo de que Paz dicurra en el Estambul de los años 30, el hecho de que la ciudad sea, en última instancia, una de las protagonistas de esta novela, no hace sino remitir, una vez más, a esa tradición moderna que empieza con los paseos ambulatorios de Baudelaire y Poe y que culmina, por ejemplo, en la Obra de los Pasajes de Walter Benjamin. Quiere esto decir que la novelística, que la inteligencia, que la memoria cultural y sentimental de Tanpinar viene formulada ya desde los presupuestos y con las herramientas que la propia modernidad facilita. Chateaubriand, en sus recuerdos de Venecia, se extrañaba de que Rousseau, a su paso por la ciudad del Véneto, no hubiera dejado constancia escrita de una sola vista, de una sola descripción de La Ciudad por antonomasia de los románticos. De hecho, Rousseau menciona Venecia como antes lo había hecho el veneciano Casanova, desde un punto de vista nominal, sin detenerse a reconstruirla literariamente, como un paisaje atesorado en la memoria. Pero es esta minuciosa reconstrucción, entre lírica y erudita, la que el XIX traerá junto con un avance formidable de las ciencias. ¿Por qué? Porque el XIX es el siglo de la melancolía y la Historia; vale decir, de una nostalgia que se viste, no sólo con la ligera pesadumbre del poeta, sino con la grave concisión, con la fatigosa exactitud del sabio. Y es en la ciudad -o en las ruinas que son memoria de ella- donde este espesor del tiempo se coagula a cada paso.

El París de Bertrand, Baudelaire y Victor Hugo, la Roma de Goethe y Stendhal, la España gótica y en ruinas de Gustavo Adolfo Bécquer... He aquí el linaje del que parte Tanpinar (sus personajes no dejan de recordarnos su intimidad con la literatura y la música francesas), para darnos, no una copia a destiempo de la literatura decimonónica, sino una novela del XX que se nutre de la musicalidad, de la luz, de la arenosa consistencia de Marcel Proust. Alguien ha escrito que el Paz de Tampinar es el Ulises de Estambul, subrayando la faceta descriptiva de esta obra de Tanpinar. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Lo que en Joyce es un intrincado juego lingüistico, operado sobre las calles de Dublin, en Tanpinar es un grandioso y leve cuadro impresionista. Es la luz, su evocación, el parpadeo de la brisa, el atardecer del Bósforo, el amor y la música, el esplendor de los cuerpos, la sombra acogedora de la noche, aquello que el lector se encuentra desplegado, con extraordinaria pericia, ante su vista. No una descripción exhaustiva, y tampoco una crasa enumeración de lugares; sino ese temblor climático, esa temperatura anímica que sólo la música y la poesía -también la pintura- pueden abordar con éxito. El XIX descubrió para siempre que estas tres artes se acercan a lo indecible, a lo oculto, a una perpetua sugerencia, con mayor eficacia que la arquitectura o la escultura. Y es esa oscuridad sin nombre, y las pasajeras luces que la propician, lo que Tanpinar ha resumido aquí de modo admirable. Luces de Estambul, el aroma y la música de un mundo que se disuelve entre sus manos.

Ahmet Hamdi Tanpinar. Trad. Rafael Carpintero. Sexto Piso. Madrid, 2014. 504 páginas. 24 euros

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