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El coraje de decir

  • Inédita hasta ahora en castellano, la primera novela de Stratis Myrivilis recreó con crudeza y lirismo la experiencia del autor griego en las trincheras de la Primera Guerra Mundial

Considerado como uno de los más altos prosistas griegos del siglo XX, el lesbio Stratis Myrivilis perteneció a la Generación de 1930, que marcó distancia con el pesimismo derivado de la renuncia al Gran Ideal -la restauración de los límites del Imperio bizantino, merced a la suma de los territorios griegos que pertenecían a otras naciones y en particular a los turcos- y buscó una actualización del helenismo sin los lastres de la visión irredentista, abogó por el uso de la lengua demótica (popular) frente a la variante llamada pura y amplió el marco de sus referentes tradicionales para atender a los rumbos de la literatura europea contemporánea. Con una década de experiencia militar a sus espaldas, desde la Primera Guerra Balcánica (1912) hasta la Catástrofe de Asia Menor (1922), el soldado Myrivilis se convirtió en un símbolo del pacifismo gracias a su temprana novela La vida en la tumba (1924), una obra parangonable a las de otros excombatientes -pero anterior a las de Remarque o Hemingway- donde recogía su vivencia de la Primera Guerra Mundial en la que los griegos, adscritos al bando aliado, lucharon contra alemanes y búlgaros. Traducida por Margarita Ramírez-Montesinos para la colección Romiosyne de Point de Lunettes, la novela, espléndida, merece figurar por derecho propio entre las obras mayores de la literatura antibelicista en cualquier lengua.

Ya en el prólogo, "Ante un viejo baúl", que recurre al procedimiento clásico del manuscrito encontrado, el supuesto editor Myrivilis nos informa de que el autor y protagonista de las páginas que siguen, el sargento de infantería Andonis Costulas, murió por efecto del fuego amigo -literalmente, pues fue alcanzado por el lanzallamas descontrolado de un compañero de asalto- en el interior de una trinchera recién tomada, de modo que sabemos desde el principio que el narrador -"aquel estudiante alto, moreno, de rostro alargado y pelo crespo (...) un auténtico hombre, sensato y tímido como una muchacha"- no sobrevivirá a la guerra que nos cuenta. Enrolado como voluntario, del mismo modo que Myrivilis, Costulas ha dejado atrás los ensueños de heroísmo y el fervor patriótico que arrebataron a tantos jóvenes de toda Europa a medida que ha ido conociendo de primera mano la espantosa realidad del frente: las marchas extenuantes, la devastación de los obuses, la visión de los muertos terriblemente desfigurados, la tensión extrema de las jornadas, la "vida subterránea" de las trincheras que son, como sugiere el título, verdaderos féretros al aire libre.

Dividida en breves capítulos que funcionan como estampas autónomas, entradas de diario o cartas dirigidas -pero nunca enviadas- a una novia a la que no se nombra, la novela alterna la cruda representación del horror con descripciones, a menudo retrospectivas, de un lirismo cautivador y en ese contexto subversivo, aunque tampoco ahorra relatos escabrosos del tiempo anterior a la milicia. Del contraste entre la cercanía cotidiana de la muerte y una fe vitalista que se rebela contra la idea de abandonar el mundo y no deja en ningún momento de celebrarlo, nace la fuerza del libro y la singularidad de su discurso contestatario, que procede no sólo mediante la denuncia a veces irónica del absurdo de la contienda sino también por afirmación, al poner de relieve todo lo bello y bueno -el amor, la amistad, los dones de la naturaleza, la bendita paz de los hogares- que convierte la vida en algo valioso. Arrojado al infierno de la primera línea, el soldado se siente como un "náufrago aterrado", sometido a la "gigantesca rueda de la Guerra", refugiado en la incurable nostalgia de su isla natal -e inevitablemente del mar: "La añoranza del Egeo es esta dulce enfermedad que me marchita"- que en el recuerdo se vuelve aún más hermosa.

Frente a la insidiosa glorificación de los combates que proclamaba la propaganda, Myrivilis habla de hombres ciegos por los efectos del gas venenoso, de ciudades abandonadas o casi vacías, de desertores fríamente ejecutados o de cadáveres que se pudren en la tierra de nadie. La novela contiene muchas historias terribles o pintorescas, pero sobre todas ellas se impone la voz de un narrador que, como profetiza él mismo cuando especula sobre el destino de sus cuadernos, "tendrá el coraje de decir la verdad sin temor al tribunal militar y al insulto, ya que será la voz de un muerto". Las últimas anotaciones del sargento Costulas -"Hasta mañana, amada mía"- están escritas en vísperas de la gran ofensiva que le costaría la vida.

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