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Un díptico apocalíptico pero redimido

Drama, Dinamarca, 2011, 136 min. Dirección y guión: Lars von Trier. Intérpretes: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Charlotte Rampling, Alexander Skarsgård, Stellan Skarsgård, Udo Kier, John Hurt, Brady Corbet. Música: Mikkel Maltha. Fotografía: Manuel Alberto Claro. Cines: inema 2000, Kinépolis.

Obertura: música de Wagner, el espacio, el planeta Melancolía dirigiéndose hacia la tierra, imágenes suprarreales o simbolistas. Primera parte: una frenética cámara al hombro filma la desastrosa boda de Justine, una criatura desequilibrada, hija de una amargada grosera y de un tipo descarrilado, que se casa con un buen hombre que, a la vista de la actitud de la novia durante la fiesta, ha hecho un pésimo negocio. Todos (menos Claire, la hermana de Justine) se odian, son desdichados y tienen reservas de veneno guardadas para escupírselas a la cara. Segunda parte, muy superior en coherencia y autenticidad dramática: Claire acoge a su hermana Justine, ya totalmente hundida en la demencia, en su mansión para intentar ayudarle a volver a su ser. Pero el planeta Melancolía, acercándose cada vez más a la tierra, amenaza reducirlo todo a nada, incluidos el amor y la ternura.

Crea Lars von Trier unas poderosas imágenes que parecen unas veces inspiradas por la pintura previctoriana de William Blake o por la victoriana de Alma-Tadema, otras por los prerrafaelitas -el Ofelia muerta de Millais es literalmente citado, junto a los Cazadores en la nieve de Brueghel- y otras más en los románticos germánicos y nórdicos como Friedrich o Bauer. A veces creando verdaderos cuadros vivientes como el maravilloso plano de Claire sentada ante el ventanal, que podría ser portada de una novela doméstica de Elizabeth Gaskell. Pero en la primera parte este lujo visual se ordena al microuniverso juguetonamente cruel, efectistamente masoquista y superficialmente nihilista que tantas veces perjudica a este autor. La fuerza de las imágenes nace y se desvanece sin convocar emociones duraderas.

Puede que quiera apuntar a los abismos, contradicciones, sinsentidos y pesares de la vida, como si fuera heredero del sentido trágico de la vida del angustiado pesimismo existencialista nórdico que impregnó las obras mayores de Sjöström, Dreyer o Bergman. Pero tal vez ha llegado demasiado tarde y esté demasiado inducido por la superficialidad efectista hipermoderna para abordar tan densos discursos. Y aunque apunte a la vida, lo que su película refleja en su primera parte es su opuesto: la estilizada representación de unos seres ficticios, inmersos en un ficticio mundo de cuento (y no poco de feérico en versión negra tiene esta primera parte desde sus primeras imágenes hasta las que la cierra con la cabalgada bajo las nubes).

En la segunda parte sí se acerca Von Trier a la diana de la vida, logrando situaciones humanamente creíbles y de gran emoción al retratar -con una cámara más serena- la devoción de Claire y el sufrimiento de Justine en la víspera de un apocalipsis ateo. Se apuntan aquí las maneras de un gran director trágico que tantas veces se autolimita por su superficial pasión por epatar. En esta segunda parte la coincidencia entre el poder de las imágenes de fuerte sabor romántico y simbolista -el jardín nocturno bajo las dos lunas, la imagen prerrafaelita del desnudo de Justine junto al río bajo la luz de las lunas- y el conmovedor drama humano logra grandes momentos de cine, creando una atmósfera tensa, hipnótica casi, de una desoladora belleza. Y esto permite a Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg dar un gran recital dramático.

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