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Hay mejores formas de vengar a Galileo

La pregunta tonta de la semana: ¿por qué Ron Howard, el niño actor de El noviazgo del padre de Eddie de Minnelli (1963), el adolescente que participó en aquella película-símbolo de la emergencia de una nueva generación que fue American Graffiti (1973) e interpretó al hijo de Lauren Bacall en El último pistolero (1976), el testamento cinematográfico de John Wayne cuyo singular arranque entusiasma a Fernando Savater, y después se convirtió en realizador de películas tan estimables como The Paper, Ed TV, Apolo 13, Una mente maravillosa, Cinderella Man o la extraordinaria Frost contra Nixon; por qué, preguntaba, este hombre que parece haber nacido dentro del propio cine dirige esta película con tan poco cine y tanta tontería dentro? La pregunta tonta de la semana merece la respuesta tonta de la semana: por dinero.

Lo malo es que, por tonta que sea la pregunta, más aún lo es la respuesta. ¿Necesita tanto el dinero quien ha dirigido tantas películas de éxito? ¿Tanto como para dilapidar el prestigio tan duramente conquistado por las críticas, por una vez unánimemente positivas, que logró Frost contra Nixon, su anterior obra? Porque han de saber que Ron Howard ha tenido tanta fortuna entre el gran público como mala prensa entre los críticos, salvo en esta película por muchas razones ejemplar. Ángeles y demonios da la razón a sus detractores y hace que su éxito anterior parezca la música de la flauta que el burro tocó por casualidad.

Algo parecido podría decirse de Tom Hanks. Es cierto que le debe a Howard su primer papel estelar (Splash, 1984); pero el agradecimiento tiene límites. Y tampoco parece que esté necesitado de recursos o papeles: tiene dos películas en posproducción y once en preproducción. Entonces, ¿qué puñetas pintan los dos en esta película? Sólo nos queda la respuesta doblemente tonta a esta pregunta tonta: por dinero. Eso sí, mucho, muchísimo: Hanks ha cobrado 50 millones de dólares por esta secuela de El código Da Vinci, que costó 92 millones y recaudó 558.

La materia argumental de esta secuela que en realidad es una precuela (porque se basa en la novela de Dan Brown anterior al Código... en la que se presentaba al detective de lo oculto) es tan disparatada y elemental que únicamente la ironía o la astracanada hubieran podido sacarle partido. Desgraciadamente Howard y Brown se la toman en serio o por lo menos fingen hacerlo. Ni el buen oficio de los guionistas -sobre todo el solvente realizador y escritor David Koepp- logra enderezar este disparate. Una secta vengadora de los científicos perseguidos por la Iglesia, un Papa asesinado por un cura, el secuestro de los cardenales papables, una bomba de antimateria amenazando al Vaticano y muy poco tiempo para descubrir la conjura. Como si fuera un añejo folletín se suceden carreras, golpes de efecto, pasadizos y trampas; eso sí, todo enjoyado por los caros efectos especiales que permite el presupuesto de esta secuela que, con sus 180 millones de dólares, dobla el de su antecesora. Una traca que entretiene si a una película se le exige poco cine y a una historia ni tan siquiera un mínimo de lógica interna. Lo más divertido es que esta suma de disparates seudo científicos se presenta como el combate entre la irracionalidad de la Iglesia y la racionalidad de la ciencia. Hay mejores formas de vengar a Galileo.

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