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"A menudo, la realidad humana escapa a la luz del entendimiento"

Gabriel y Hubert fantasean sobre sus proyectos con esa arrogancia ilusa de la juventud, albergan la esperanza de dar al mundo una creación maestra y revolucionaria, que reinvente el modo en que se entiende el cine. Pero un contratiempo violentará ese futuro, un accidente de tráfico en el que muere una chica y que dejará en la alucinada memoria de Gabriel una huella profunda. El recuerdo grotesco y bello de la Primera Mujer, con su cabello cubierto por la sangre y el sol, recobrará su intensidad cuando décadas más tarde Hubert encargue a Gabriel que cuide a Carmen, una joven de perturbador parecido a aquella muchacha. Ésos serían los primeros esbozos del fresco que ha compuesto Mario Cuenca Sandoval en Los hemisferios (Seix Barral), complejo entramado narrativo -estructurado en dos novelas con puntos en común, concebidas éstas más como espejos deformantes que en su enfrentamiento generarían destellos de extrañeza y fascinación, antes que como un puzle en el que las piezas encajen- que continúa la senda imprevisible y brillante seguida por el escritor en las anteriores Boxeo sobre hielo y El ladrón de morfina.

-Los hemisferios era un apuesta arriesgada, algo quizás cada vez menos frecuente entre los lanzamientos del actual mercado editorial. ¿Los lectores están respondiendo bien?

-Mucha gente me comenta que la novela produce un efecto de atracción obsesiva, que te arrastra, y esa experiencia se parece mucho a mi proceso como creador. Me sentí como en un vórtice que arrastraba muchas cosas, literarias y cinematográficas, de la actualidad incluso. Hay algunos lectores, sin embargo, que creen que el desafío es más intelectual o filosófico que emocional o pasional. Y creo que si te dejas llevar por la vorágine y por las pasiones que atrapan a los personajes es como la novela ofrece la experiencia más interesante. No se trata de un ensayo filosófico, es otra cosa. Era una apuesta arriesgada, sí, pero yo podía hacerlo y, por qué no, es el momento de los valientes.

-Entre los asuntos que trata el libro, está el de las "conciencias enamoradas del abismo", las personas empujadas a la autodestrucción, y de quien se acerca intrigado a ese misterio con el propósito de salvar al otro.

-En la primera parte de la novela, Gabriel, desde cuya óptica vemos todos los acontecimientos, es un hombre racional, excesivamente prudente, que representa un poco el modelo del intelectual del siglo XX. A Gabriel lo vamos a enfrentar a algo que es un desafío para un intelectual, para el entendimiento, que es el tema del suicidio, la automutilación. La novela recoge muchos elementos de materia oscura que parece que son impenetrables desde el punto de vista racional, y que Gabriel intenta comprender. Se dará cuenta de que no podrá penetrar en ellos con el lenguaje, puede hacer el mapa de ese territorio pero no puede tener una comprensión cabal de ese fenómeno. Hay muchas realidades humanas que escapan a la luz del entendimiento.

-Se inspira en Vértigo para reflexionar sobre cómo "construimos" a la persona que deseamos, cómo el recuerdo de alguien ausente puede marcar esa relación. "Desear es una forma de violencia", dice el libro.

-La obsesión pasa por encima de los derechos, del buen gusto, de todo. Gabriel, como el personaje de James Stewart en Vértigo, está dispuesto a ejercer una violencia sobre ella, que no es lo importante para él, que es como una especie de materia prima. La primera vez que vi Vértigo no percibí ese componente, estaba tan cegado con la historia de amor que no vi que también había una invasión, una historia de violencia, contra un personaje. Y eso sí está muy subrayado en Los hemisferios.

-Tanto Vértigo como Ordet, otra de las referencias del libro, hablan de distinta forma del regreso tras la muerte. Son obras en las que palpita una espiritualidad atípica, como ocurre también en su novela.

-Hay una especie de trascendencia religiosa que parece insatisfecha, el libro va buscando una especie de religiosidad del agnóstico, que es prácticamente la que voy buscando yo. Me interesaba mucho Vértigo porque en ella tenemos un plano de realidad que no es puramente realista pero tampoco es fantasía o metafísica, hay un nivel intermedio que es el sobre el que quiero escribir yo. En Ordet (La palabra), que es la referencia de la segunda parte, hay un milagro agnóstico, un milagro hecho de laicismo. Esa religión laica que van buscando los personajes, como lo único que podría satisfacer una sed insaciable, tiene mucho peso.

-Hubert se resiste en sus películas a ceñirse a la tiranía del guión. Da la impresión de que hay algo de usted en eso: no pretende narraciones perfectamente cerradas.

-Hay muchos momentos en los que Hubert despotrica contra las tramas narrativas, cree que son una falsificación de la realidad. La novela insiste mucho en eso, que atar todos los cabos sólo es propio de las novelas de género y de la psicosis [ríe]. Hubert es muy distinto a mí, pero algo hay. Tiene ese mecanismo de la obsesión creativa, que yo me pregunto muchas veces en la novela si es muy distinta de la enfermedad mental. En Hubert yo veo a Iván Zulueta, incluso hay referencias a prácticas artísticas que él hacía, como raspar los fotogramas y los rostros que aparecen en ellos. Y en la segunda parte, con el tema del ansia, el vampirismo, hay un homenaje, sin nombrarla, a Arrebato.

-Es curioso. Le ha salido una novela muy francesa y ya ha encontrado una editorial allí.

-Y otra buena noticia es que El ladrón de morfina, queya estaba en francés, sale ahora también en bolsillo. Los hemisferios, sí, es muy francesa: es un homenaje al cine francés de determinada época, a la novela. Y me interesaba preguntarme algo partiendo de la plantilla de Rayuela, cómo ha cambiado el París de Cortázar. Él no menciona nunca los suburbios, y cuando uno viaja a París en la actualidad se da cuenta de que, pese a lo que digan el cine y la televisión, París sigue siendo la gran metáfora del mundo contemporáneo. Es el siglo en el que estamos: ese centro de postales, ese relato modernista, rodeado de una franja gigantesca de conflictos sociales, con ese intento de integración de la diversidad.

-Un aspecto interesante de sus obras es esa densidad filosófica que poseen. El pensamiento de Deleuze, Derrida o Lacan asoma por estas páginas.

-Lo que me gusta de esas citas es la capacidad que tienen de comprimir en una fórmula sencilla algo que yo estaba buscando en una maraña de datos. Hay una frase de Lacan, una idea que en realidad es de Freud y que él cita, que dice que toda investigación es un delirio. Alguien ha sido, un genio en este caso, capaz de precisar en unas pocas palabras una serie de intuiciones que yo tenía en esa maraña. Por eso me apoyo en ellos. No es por el culturalismo, sino porque hay gente que ha dicho mucho mejor que yo lo que quería contar.

-Si el cine ha sido la enfermedad del siglo XX, según su libro, ¿cuál sería la del XXI?

-Bueno, ahí hablaba de la idea de la representación, del mundo no experimentado directamente sino mediado a través de la pantalla. En eso, el siglo XXI parece que va encaminándose hacia otra cosa: el problema no sería la representación, sino la sobrerrepresentación del mundo, con todas las cámaras y los teléfonos móviles. Estamos haciendo un mapa de la realidad que acabará siendo más grande que el territorio.

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