67 festivaL DE MÚSICA Y DANZA

Tres momentos memorables de Wagner para un cierre emocionante

  • La dirección magistral de Esa-Pekka Salonen, con la Philharmonia Orchestra, y la voz poderosa de la mezzosoprano Michelle De Young, revelaron el secreto de ciclo sinfónico

El milagro del ciclo sinfónico, el pilar del Festival, se produce cuando se engavilla la palabra excepcionalidad: en la calidad y poderío de una orquesta, en la maestría y sensibilidad de un director y, si es el caso, el sentido comunicativo de un solista, amén de un programa bien pensado para transmitir una idea y un mundo creador en su mensaje universal. Todos estos elementos estuvieron unidos la noche de clausura con una orquesta de la solvencia reconocida en tantas ocasiones que hemos tenido el placer de escucharla, como es la Philharmonia, un director impecable e implacable como Esa-Pekka Salonen, una mezzoprano con la fuerza comunicadora de la voz de Michelle DeYoung y un programa, de unidad dramática, en el que se incluía la Tercera Sinfonía de Beethoven -¿por qué Beethoven siempre nos parece nuevo?- para concluir con tres fragmentos, inteligentemente escogidos, de El ocaso de los dioses, la cuarta ópera de la tetralogía El anillo del Nibelungo.

Noche de clausura y de categoría, como corresponde al Festival de Granada, que no admite medias tintas, sobre todo en el ciclo sinfónico, reducido este año y, salvo los conciertos de la orquesta del Mariinsky y el de anoche, con no excesivas ambiciones. Se abría una de las noches mágicas de este recinto con una Heróica (en castellano), expuesta con auténtica devoción por Salonen. Aquella dedicatoria del propio Beethoven que llegó a titularla en Viena como Gran sinfonía Bonaparte, en agosto de 1804, se la quitaría pronto cuando se indignó al proclamarse su Prometeo -que utilizó ya en un ballet y luego en variaciones- Napoleón I, del que acabaría diciendo: "No es más que un hombre ordinario, un ambicioso y pronto un tirano". Así que sólo quedó el canto a la gloria y no a la ambición. Cuando la orquesta aborda en un monumental acorde uno de los dos temas, en el Allegro con brio, en el que los violonchelos y el violín tienen inquietante protagonismo, Salonen tomó el mando de la magnífica nave orquestal y empezó a exprimirla al máximo de sus posibilidades sonoras y, sobre todo expresivas, con esa solemne Marcha fúnebre, del adagio assai, en do menor, la tonalidad preferida por el autor para los momentos dramáticas o las reflexiones profundas. Fue una maravilla de unción y reflexión. Hasta el sector despistado del público que todavía aparece por el Festival y que rompió brevemente el silencio, tras terminar el primer movimiento, con algún tímido aplauso, quedó silencioso y ensimismado ante la que se ha convertido en la marcha fúnebre por excelencia. Cómo cuidó los matices el director, los volúmenes orquestales y cómo respondió la Philharmonia a esa profunda meditación que, decía ayer Isabel Vargas en su crónica inmediata, no está dedicada a héroes simbólicos, sino a héroes de carne y hueso. Beethoven rompe los esquemas del concepto clásico de sinfonía y abre nuevos caminos, desde el romanticismo, a evoluciones posteriores. El alborozo del Scherzo, en la vuelta a la tonalidad del mi bemol mayor, lejano y luego tumultuoso, con su trío de cornos, desemboca en un Finale deslumbrante en sus variaciones, en las que la orquesta y el director consiguieron trasladar la emoción renovada que siempre sentimos a escuchar esta obra maestra.

El diálogo dramático de DeYoung con la orquesta fue uno los instantes más conmovedores

Pero para que la noche fuera memorable, en opinión de un crítico que no acostumbra de alabanzas desproporcionadas, tuvimos que escuchar el mensaje del Wagner de El ocaso de los dioses, en tres páginas bien elegidas para mostrar toda esa intensidad germánica, entre sus mitos y sus realidades. La orquesta reforzada en todas sus estructuras: contrabajos, metales, maderas, percusión, con profusión de los estallidos de los platos metálicos, dejando flotar sus vibraciones como un manto solemne sobre momentos vitales de la partitura. Es la orquesta wagneriana, la que pocas veces escuchamos en el Festival -lo más cercano es la interpretación que ofreció Barenboim, en la clausura del 55 Festival, en 2006, del segundo acto de Tristán e Isolda- que el domingo dominó el Palacio con la sensibilidad que puso Salonen, en la perfección técnica, en la máxima atención a los distintos planos sonoros y a los momentos más intimistas, que los hay, y de qué manera, tenía que sobrecoger al auditorio. Tres fragmentos, decía, bien elegidos, con el Amanecer y Viaje de Sigfrido por el Rin, donde la orquesta muestra la luminosidad de un recorrido casi bucólico, lleno de trompetería, para llegar a la Muerte y marcha fúnebre de Sigfrido, de un enorme poder musical expresivo, convertida en una breve sinfonía de gran belleza. Surge Brunilda, que en la ópera, ocupa todo el segundo cuadro del tercer acto, con su Inmolación hasta arrojarse a la pira incendiada de Sigfrido que flota en el Rin. Y aquí aparece -sobre los temas tan conocidos, por su utilización ambiental cuando hacen referencia a caídas de regímenes o alusiones, también, a héroes que quisieron serlo, pero que se convirtieron en simples criminales de la humanidad reciente-, la dolorida voz de Brunilda, antes de su inmolación, cobrando vibrante elocuencia en la voz, auténticamente wagneriana, de la mezzosoprano norteamericana Michelle DeYoung, vestida de negro. Su diálogo dolorido y dramático con la orquesta fue de los instantes más conmovedores que llevan al auditorio a comprender, en toda su dimensión, el mensaje de la ópera, aunque sea a través de estos fragmentos. DeYoung no sólo expuso fuerza, para estar al nivel sonoro del arrebatado y grandioso aparato orquestal, sino expresividad y dramatismo en Stake Scheite schichert mit dort. La obra -no sólo hay que ir a Bayreuth a escucharla- concluye, además de la recuperación del anillo del Nibelungo, con la redención por amor, con el que termina la ópera y la Tetralogía.

Concierto para emocionarse, como deben ser todos los que tienen extraordinaria calidad. La Philharmonia ha ofrecido sus perfiles más completos y Esa-Pekka Salonen ha estado a la altura de los grandes directores, tanta veces recordados por el crítico, simplemente, porque lo es. Así se cerró con tensionada brillantez una edición en la que el capítulo sinfónico es importantísimo, siempre que esté al nivel del concierto de clausura del domingo en el Palacio de Carlos V.

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