Artes escénicas

Un muro de más

Romeo y Julieta suena tanto a teatro como a cliché teatral. Es quizás el primer chispazo en el imaginario popular. Un balcón, Julieta arriba, Romeo abajo y la voz impostada de ambos diciendo sus nombres con una luz fría imitando una luna. Obra más toqueteada por cineastas, cómicos, escritores y todo tipo de artistas en el mundo no la hay. De ahí que esta pieza no puede ser otra cosa que material inflamable a la hora de readaptarla.

El Teatro Clásico de Sevilla, en esta ocasión bajo la dirección escénica de Alfonso Zurro, ha hecho la millonésima intentona.   La propuesta traslada la historia de los amantes de Verona a los años 30, concretamente a la Guerra Civil española, intentando dar un nuevo enfoque, cuanto menos naif, donde el odio, base del relato guerracivilista en España, se presenta como el verdadero motor del desarrollo de la pieza. Como si esto supusiera por su propio énfasis, alguna novedad. Como si el propio Shakespeare no jugara con esos factores ya en la obra original y no fuera esta la base de su vigencia. Como si este debate no estuviera en el fondo, no superado, sino prácticamente olvidado por cualquier creador que se precie hoy día.

El resultado no es otro que un texto recargado, casi guarreado, de algo que no necesita. Tanto es así que la sensación que desprende un elenco, escandalosamente joven en su mayoría, es que las palabras acaban siendo vomitadas sin intención, como si lo primordial fuera soltarlas cuanto antes. La dirección de actores en este sentido brilla por su ausencia y sólo la voluntad, las tablas y el talento innato de alguno de los jóvenes, como es el caso de Mercucio y Benvolio, salva alguna que otra escena. Los dos protagonistas están tan irregulares como maltratados por el planteamiento de la obra ya desde un inicio. Una Julieta saltando a la comba o un Romeo demasiado plano en el decir para tanto exceso textual no son, ni de lejos, la mejor carta de presentación.

La escenografía, por otro lado, con un muro que da vueltas sobre el escenario, parece práctico y con una factura en la iluminación de nivel, pero se queda en nada ante lo obvio y lo poco sugerente de una metáfora tan evidente. Un muro para hablar del enfrentamiento o el odio. El equivalente a un mar de fondo para hablar de libertad o una paloma blanca para hablar de paz. El lugar común es siempre el arma de los malos poetas. El mareo es importante tras tanta vuelta al muro, todo sea dicho. Porque a la obra no solamente le falta una precisión en el trabajo actoral, sino que también adolece de una calidad en la idea y un diálogo con el original que nunca llega. La ocurrencia de los comunistas montescos y fascistas capuletos tampoco ayuda. Se podría decir, hace aún más complicada la tarea. Es triste pensar que uno podría haber deducido el desarrollo de todo lo que añade Zurro sin siquiera pisar el patio de butacas. No es que uno vaya a ver Romeo y Julieta buscando sorpresas. Pero la falta de sutileza es notable. Un cliché tras otro. A veces insoportablemente cursi. Sobre Romeo. Sobre Julieta. Incluso sobre la Guerra, que a estas alturas tiene delito. Y eso que, a pesar de todo, la obra se deja ver. Tiene ritmo. Engancha. Claro. Es un Shakespeare. Le sobra todo lo demás.

 

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