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El primer moderno

Cayo Valerio CATULO (Verona, 87 a.C.-54 a.C.). Procedente de una casa acaudalada y distinguida, Catulo se relacionó desde niño con personas influyentes en la República Romana, contándose a Julio César entre los amigos de la familia (por más que luego, con el paso del tiempo, lo repudiase). Esto significa que vivió siempre entre lujos, y que tuvo acceso a una formación exquisita, alternando su pasión por el saber con una propensión desbocada a los placeres hedonistas de la noche. Lo tenía todo: riqueza, juventud e inteligencia. Tanto es así que a los veinte años se le agotó su ciudad de origen, y marchó a Roma en busca de dos cosas: la expansión artística y el amor de Clodia (Lesbia en sus poemas), que también había abandonado Verona para instalarse allí junto a su marido. Y lo encontró todo: el acceso a los más selectos círculos aristocráticos, la eclosión de su obra poética, algún que otro escarceo amoroso con Clodia, el submundo degenerado de los proxenetas, las rameras, los chulos y otros parásitos, e incluso la muerte prematuramente, cuando apenas contaba con 34 años. Son pocos, en verdad, los datos biográficos que a ciencia cierta se conocen de Catulo. Pero por suerte sus 116 poemas conservados nos hablan no sólo de su vida, sino de los usos y costumbres de la Roma imperial pudiente de hace más de 2.000 años: copiosos banquetes, orgías, villas de recreo, infidelidades, prácticas homosexuales en las termas, etc.

Porque a Catulo debemos la modernidad literaria, la irrupción desacralizada de lo cotidiano en la literatura, la elevación de la anécdota fútil a la calidad de arte. No fue el primero, desde luego, en decir yo en un poema, pero sí lo fue en hacerlo con una plenitud de conciencia que superaba, sin desdeñarlo, todo canon de belleza o lirismo, demostrando una sensibilidad que ya no vuelve a aparecer en Occidente hasta el Romanticismo. Para su obra, en fin, vale tanto el amor como las invectivas personales. Y quizás por esa voluntad de impertinencia fue relegado durante tanto tiempo al purgatorio de la más especializada filología.

XXIII

Oh furio que ni esclavo ni arca tienes,

ni un chinche, ni una araña, ni un mal fuego,

pero tienes un padre y tu madrastra

cuyos dientes podrían comer piedras.

Te va estupendamente con tu padre

y el palo de la esposa de tu padre.

No es extraño, pues todos estáis bien,

hacéis la digestión de maravilla,

nada teméis: ni incendios, ni hundimientos,

ni el pérfido veneno, ni atentados,

ni ninguna otra clase de peligros.

Más que un cuerno tenéis reseco el cuerpo,

si es que puede existir algo más árido,

por el sol, por el frío y por el hambre.

¿Cómo no ibas a estar bien y contento?

Libre estás de sudor y de saliva,

del moco y del catarro de nariz.

Y añade a esta limpieza otra más limpia:

tu culo, que lo está más que un salero,

ya que al año no cagas ni diez veces

y más duro que alubias o que piedras,

y, aunque roces o frotes con tus manos,

no lograrás jamás mancharte un dedo.

Estas ventajas, Furio, tan dichosas

no las tengas en poco ni desprecies.

Y esos cien mil sestercios que me pides

olvídalos, pues ya eres bien feliz.

CATULO

l Poesía completa

Hiperión, 1991

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