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Un soplo de libertad

  • Paco Roca, Premio Nacional del Cómic hace dos años, acaba de publicar 'El invierno del dibujante' (Astiberri), una emotiva reconstrucción del mundillo del tebeo de los años cincuenta

En 1933, los hermanos Pantaleón y Francisco Bruguera heredaron del padre la editorial El Gato Negro, una empresa con una experiencia de dos décadas y lo bastante solvente como para encarar los malos tiempos que estaban echándose encima. En 1940, recién iniciada la glaciación franquista, la editorial pasó a llamarse Bruguera (aunque siguió luciendo el logo del Gato Negro) y a apostar, en el parco mercado nacional, por álbumes de cromos, recortables, novelas de quiosco y… tebeos. En la década siguiente, Bruguera alimentó y satisfizo la creciente demanda de estas publicaciones gracias a unos productos tan baratos como cuidados. La empresa barcelonesa, que siempre gustó de los buenos profesionales, no dudaría en contratar a represaliados del nacional-catolicismo (El propio Francisco Bruguera había pasado por las cárceles franquistas). A sus dibujantes -a "los obreros de la viñeta", según acertada definición de Antoni Guiral-, les garantizaba trabajo y sueldo en una época en que no era sencillo conseguir ni lo uno ni lo otro. Daban mucho, pues sí, pero exigían todo a cambio. Bruguera se apropiaba de cuanto publicaba, historietas y personajes, para gestionarlo a su antojo, perpetuando una práctica habitual en otras editoriales, dentro y fuera de España.

Las cosas continuaron así durante mucho tiempo, aunque no con la aquiescencia general. En 1957, el malestar se tradujo en un conato de emancipación, de rebelión casi. En la Barcelona de entonces vio la luz una iniciativa fuera de lo común tanto más sorprendente por darse en la circunstancia que se daba. Seguramente no apareció en el mejor momento, de ahí el fracaso, pero apareció, esto es lo que realmente importa. Hartos de aguantar una situación de permanente desventaja, en la que nadie les reconocía ningún derecho sobre sus creaciones -Bruguera prefería destruir los originales a devolvérselos a sus legítimos propietarios-, un quinteto de entre sus mejores colaboradores decidió crear la D.E.R. (Dibujantes y Editores Reunidos) y publicar por su cuenta y riesgo la revista Tío Vivo. Aquellos artistas fueron, en orden alfabético, Guillermo Cifré, el creador del reportero Tribulete, Carlos Conti, un maestro del chiste gráfico, el inolvidable Joseph Escobar, el papá de Zipi y Zape, Eugenio Giner, dibujante del Inspector Dan, y José Peñarroya, a quien le debemos personajes como don Pío, don Berrinche o Gordito Relleno. Esto es, cinco autores entre lo más granado del tebeo nacional.

En torno a estos hechos, Paco Roca, uno de los nombres propios indiscutibles de la historieta hodierna, ha elaborado El invierno del dibujante (Astiberri), que ha satisfecho con creces las enormes expectativas generadas. Roca empieza el relato en el momento de la claudicación, en el invierno de 1959, cuando cuatro de las cinco ovejas descarriadas vuelven a la plantilla de Bruguera tras el fracaso, estrepitoso pero no inútil, de Tío Vivo. Esta estrategia narrativa, ese viajar hasta el pasado para echar la vista aún más atrás, refleja impecablemente la desazón y la impotencia de los protagonistas. Al abrir El invierno del dibujante nos encontramos con los rescoldos de aquellas ilusiones tan rápidamente frustradas. Todos los huidos, excepto Eugenio Giner, han abandonado la aventura independiente y vuelto a las filas bruguerianas, entre resignados y resabiados, convencidos de que tras el fiasco de Tío Vivo están los tejemanejes de Bruguera.

El invierno del dibujante es una cálida reconstrucción de un tiempo pretérito y un homenaje no menos emotivo al arte de la viñeta. El trabajo de ambientación es excepcional -quien conozca mínimamente Barcelona coincidirá en que se ha captado la atmósfera de la ciudad con una sensibilidad única- y excepcional es el retrato del mundillo de la historieta de entonces. Un mundillo, como cualquier otro, donde hay mucho bueno y mucho malo. Posiblemente, cuando hundió el proyecto D.E.R., a Bruguera no le preocupaba la competencia -en aquel tiempo, la revista Pulgarcito vendía un millón de ejemplares a la semana-, sino la consolidación de un precedente. Roca habla de la mezquindad los hermanos Bruguera, pero también de la de quienes se aprovecharon de la deserción de aquellos cinco magníficos para entrar o ascender en la editorial, y de su temor a verse en la calle cuando regresaran. Francisco Ibáñez no sale demasiado bien parado, aunque personalmente disiento de Roca cuando sostiene que esta nueva hornada de autores abandonó el trasfondo social a favor de un humor absurdo e inocuo; ahí están personajes como Pepe Gotera y Otilio, pues sí, del gran Ibáñez, para demostrar que la historieta es cualquier cosa menos inocente.

El tempo narrativo es harto sugerente. A través del pausado ritmo de lectura que impone, Roca despierta un estado de ánimo, y El invierno del dibujante acaba siendo lo que fuera la empresa de aquellos artistas del pasado: una experiencia emocional de primer orden y un soplo de libertad.

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