Ficcionario

de sueño

  • 'El sueño eterno', de Raymond Chandler, sirve de recordatorio de la recompensa democrática que no distingue entre durmientes ricos y pobres l Confabulaciones y chanchullos instruyen sobre la ética

Hay un puñado de autores en cuya presencia me hincaría de rodillas sin ningún rubor, pienso en Jorge Luis Borges, Joseph Conrad, Vladimir Nabokov, Raymond Chandler... alguno más. De cualquier libro suyo, el lector sale fortalecido y uno, que no es desagradecido, no lo olvida. Chandler, por ejemplo, publicó su primera novela cuando pasaba los cincuenta y depositó en ella y en cuantas la siguieron, hasta sumar siete y media, toda la experiencia acumulada por una inteligencia despierta e implacable. El sueño eterno (1939), su puesta de largo, ofrece un mundo narrativo ya acabado, una mirada ya madura que, hasta alcanzar la intensidad impar de El largo adiós (1953), lo único que harán es aquilatarse. La trama es enrevesada, pero cada nuevo personaje, cada nuevo detalle llegan para enriquecer el cuadro; Raymond Chandler suma, no acumula. El conjunto refulge con una diamantina inexorabilidad que, si no nos dejamos engañar por los sombreros mojados de lluvia o los revólveres debajo de la gabardina, lleva la narración a cimas de altura trágica insuperables. (Chandler, que conocía a William Shakespeare, lo cita siempre oportunamente).

Un anciano millonario, inválido e insomne, el general Sternwood, encarga a Philip Marlowe -un detective humano, demasiado humano- la investigación de un chantaje contra su hija menor, la casquivana (y algo más) Carmen Sternwood, una chica estúpida y feliz dentro de su envenenada pompa de jabón perpetua; su último capricho, entrar en el mundillo de la pornografía. A la hija mayor del general, Vivian, menos casquivana, menos reptil, aunque tampoco un cervatillo, Marlowe también tendrá que sacarle algunas castañas del fuego. No obstante, todo indica que al general Sternwood no le preocupa la suerte de su progenie, sino saber si el marido de Vivian, su yerno Rusty Regan, ahora desaparecido, se encuentra tras los intentos de chantaje. A punto de estirar la pata, en medio del lujo y del derroche, hundido hasta la barbilla en la melaza del éxito, al general -un Rey Lear de nuestros días- le quita el poco sueño que le queda un detalle sin trascendencia: descubrir si han sido o no traicionadas la confianza y la estima que una vez puso en un semejante. En El sueño eterno no importa quién mató a quién, sino quién hizo qué y por qué; inquieta lo que está dentro, no su fachada.

En un gesto de grave insensatez semántica, hemos cifrado en la palabra "sueño" tanto el reparador descanso nocturno como las fantasías que nos impiden conciliarlo. No dejan de ser intrigantes los vínculos existentes entre el insomnio de Sternwood y su sed de certidumbre, ni patético el contraste entre esta urgencia y el lugar que habita en la dorada California, una mansión a un tiro de piedra de Hollywood, la Fábrica de Sueños por antonomasia, que tantas veces ha cebado la maquinaria de propaganda del american way of life -otro sueño, el americano-, una de las esquirlas clavadas más hondo en la narrativa chandleriana. El sueño eterno es un contundente mentís y un recordatorio de esa recompensa última, tan ecuánime, tan democrática, que no distingue entre durmientes ricos y durmientes pobres. La novela se sirve de confabulaciones y chanchullos para denunciar un estado de cosas e instruirnos sobre ética y decencia, un par de disciplinas que, de ser atendidas, contribuirían a que el planeta girara un poquito mejor. Las certezas son pocas y nada tranquilizadoras. Que el sueño no siempre procura alivio. Que los sueños más hermosos suelen ser mentira. Que la peor pesadilla puede hacerse realidad.

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