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La tortura del librepensador

  • Con 'Inside Llewyn Davis' los Hermanos Coen recuperan el tono de 'Barton Fink' al indagar en los escondrijos emocionales de un cantante folk

Los Hermanos Coen no funcionan condescendiéndose el uno al otro, porque precisamente, uno es la copia exacta del otro. Uno interviene en lo que el otro se dedica, llegan a buen puerto, y lo saben por experiencia. Además de una deslumbrante inteligencia y una habilidad que impregnan sus apasionantes relatos, la sensación que deja el absurdo autoconsciente de su cine es de que ambos, sinceramente, están muy leídos.

Sangre fácil, su opera prima, parte de una atmósfera, no lúgubre, sino totalmente oscura, y de una premisa tanto tétrica como solemne que se mueve entre la compleja sencillez de los textos del maestro Raymond Chandler, del que parece que, tanto El largo adiós como Adiós muñeca han tenido algo que ver con la fluidez de las obras de los Coen. Por un lado, la historia de un hombre que manda asesinar a su esposa y al amante de ésta, es carne de telefilme. Sin embargo, se desarrolla con tal lentitud, que se aprecia una progresión hacia la sobriedad física y emocional de todos sus protagonistas. La calor sofocante de la noche texana resbala por sus pieles hasta que, exhaustos, se repelen a tiros entre ellos. Esta clase de profundidad recuerda a cierto tratado periodístico que alcanzaba su propia cima cuando se extendían los detalles. A fin de cuentas, Sangre fácil parece contada como si los Coen ejercieran de un Capote bicéfalo y ensayaran sobre una crudísima noticia que aparenta sencillez (unos cuantos asesinatos que no tendrían porque estar conectados) pese a ocultar un drama shakespeariano tras de sí.

Su pasión por la negritud también obraría la maravillosa Muerte entre las flores, una cinta más deudora de la narrativa de Dashiell Hammet que de la profundidad de Chandler. Se trata de la tesis de los Coen sobre la traición y el sangrado del antihéroe. El maltratado personaje de Gabryel Byrne evoluciona en cuanto ve que necesita ir un paso por delante de los demás, no por darse aires, no por su ego ni por su ausente prepotencia, sino por sobrevivir. Su intelecto no se despierta hasta que todo el mundo se la ha jugado todas las veces que han podido, aprovechándose de su total indiferencia ante todo lo que le rodea (su vida inclusive). A partir de aquí, con esta incursión de los Coen en una nueva década despierta su pasión por lo absurdo. En una secuencia de esta gran película, Tom (Byrne) se defiende de un matón que todavía no le ha golpeado. Éste, aturdido, retrocede, y, casi llorando, le pregunta a Tom porqué había hecho aquello. Tras esto, abandona la sala y vuelve con más hombres, y la somanta de palos que le cae a Tom resulta monumental. El máximo exponente del absurdo de los Coen no está presente ni en El gran Lebowsky ni en O Brother... Se haya en estos serios thrillers, donde se exalta, no a través de situaciones, sino de reacciones. Personajes que no piensan sus líneas antes de lanzarlas al aire, lo que hace de dicho disparate un absurdo realista, ocasional, o, en resumen, humano. En esa joya y cima del estilo coeniano que es Fargo, estos ejemplos los hay a patadas. Presuntamente, se basa en hechos reales, o al menos, es lo que clama la cinta desde su apertura. Tras su estreno, toda clase medios llegaron a la conclusión de que Fargo no se basaba en una historia real. ¿Se puede afirmar con seguridad? ¿Se puede afirmar de manera tajante que el ser humano no es tan absurdo como para cometer los actos que se le atribuyen en la película? Curioso dilema. Ello también se aprecia en No es país para viejos. Es curioso que, trabajando con un autor como Cormac McCarthy, un especialista en crear personajes que cuestionan su pasado y divagan sobre su futuro (apreciable tanto en la magnífica novela que da nombre a No es país para viejos, como en La carretera) los Coen hayan podido aplicarle ese tono tan descabellado que no reside ni en el pasado, ni el futuro, sino en el presente, en el de un hombre: Lewelyn Moss (Josh Brolin). McCarthy planteó esta cuestión con el personaje de Moss, con su aparatosa conciencia de hombre tranquilo, pero fueron los Coen los que ejecutaron este insufrible rasgo de humanidad con tanto éxito. El opuesto a esta seriedad autoconsciente de su realismo (y lo que implica) reside en su comedia de gracias puntuales que han obrado ambos hermanos con las insufribles Crueldad intolerable y Quemar después de leer, donde se reconoce su genio con facilidad, pero donde todo se olvida con extrema sencillez. Recientemente revisaron con aliento épico y una puesta en escena ensordecedora el clásico de Charles Portis Valor de ley, que ya fuera llevado al cine a finales de los 60 por H.Hathaway. El magnetismo de Jeff Bridges alcanza límites indefinidos, pero la sombra de John Wayne es tan alargada como de costumbre.

Con Inside Llewyn Davis se introducen, de nuevo, en sus operetas personales, íntimas, que repasan las complicaciones de seres incomprendidos, taciturnos, que se mueven dando tumbos entre ignorantes y la cruel tortura del alma del librepensador. Si en Barton Fink, que, dentro de lo más íntimo de los Coen, es lo más trascendente y apasionante que se puede encontrar, se introducían en la triste existencia de un guionista de serie B durante los años 40, hacen lo propio en Inside... con un prototipo de cantante folk que recorre la Nueva York de 1960, prestando atención a su domicilio en el Village, alli de donde salió el aire del progresismo social y, cómo no, Bob Dylan, su imperfecta voz y su marginado inconformismo. Puede que aquí, en esta clase de casos, el aunténtico absurdo es al que tiene que enfrentarse el héroe, el guionista, o el guitarrista, sea el mundo, o los tiempos, y su más preocupante que continuo cambio.

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