El genoma del SARS-CoV-2 es una larga molécula de ARN con información para producir hasta 26 proteínas diferentes. Algunas son estructurales y conforman la cápsula donde viaja el genoma viral. Otras son enzimas encargadas, por ejemplo, de la multiplicación del ARN para la progenie viral. Así, una vez infectada, la célula humana se convierte en una verdadera fabrica de ARN y proteínas virales que se manufacturan como miles de nuevos virus que son liberados para seguir el ciclo de infección.

Al poco de descubrirse el nuevo coronavirus, la proteína S de su envoltura se convirtió en la principal diana para el desarrollo de las vacunas. Esta proteína es la llave de entrada del virus en las células humanas, que tienen en su superficie otra proteína (ACE2) que actúa como cerradura. El razonamiento es sencillo: si se bloquea la llave de entrada, se puede impedir o minimizar la infección viral. Así, la mayoría de las vacunas en desarrollo tratan de inmunizar al organismo frente a la proteína S viral. Además, muchos de los gobiernos y fabricantes farmacéuticos han elegido la "vía rápida" de las vacunas de ARN para ello. Actualmente, diez de los más de 100 proyectos en marcha han alcanzado la etapa de ensayos clínicos, en la que se comienza a vacunar a individuos (voluntarios) sanos con el objetivo de determinar la mejor forma de administración, las dosis o asegurar que no hay toxicidad. Los expertos estiman en 12-18 meses el tiempo necesario para disponer de estas vacunas. La Ciencia ha respondido contundentemente esta vez y está pulverizando estas estimaciones, pues alguna de las vacunas podría estar lista para su uso como emergencia en septiembre. Sin embargo, ahí no acabaría todo, ya que, como recientemente ha indicado la revista Nature, otro gran desafío será la capacidad de poder fabricar y distribuir miles de millones de las vacunas en todo el mundo. En este sentido, de nuevo las vacunas de RNA parten con una ventaja sobre el resto, pues son más sencillas de fabricar a gran escala.

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