No es religión, es tradición. La Semana Santa, con tantos devotos como detractores, es historia viva de las costumbres, de nuestras costumbres. De las tuyas y de las mías. De las que cuentan los abuelos a los nietos, de las que se inculcan a los hijos, de las que se respiran sin ser conscientes. Al menos así ocurre en mi tierra, donde hasta el más ateo se come unas torrijas o guarda con celo aquella bola de cera que hizo en su más tierna infancia.

Aquí, en Sevilla, la Semana Santa parece impregnarlo todo durante todo el año. Aquí, como muchos dicen, cualquier ocasión es buena para sacar a un Cristo en procesión. Algo que hasta al más jartible puede llegar a cansar. Pero es que aquí, perdón por mi insistencia, la Semana Santa es un batiburrillo de sentimientos encontrados. La eterna dualidad que define al ser humano. Aquí queremos playa nada más llegar el Domingo de Ramos porque ya estamos hartos de corneta y tambor (y eso que todavía no han sonado), pero se nos encoge un pellizco en el pecho al ver salir a la Macarena la madrugá del Jueves Santo estando lejos de su basílica. Y no por no verle la cara y sentir su mirada, más bien por traicionar de alguna manera esos recuerdos que nos mantienen vinculados a una imagen. Porque de niño la viste a solas con tu madre, cuando nadie la miraba y sólo ella os veía, porque de niño horas antes de su salida se respiraba familia. Cuando se es pequeño todo ocurre sin ser juzgado, sin crítica ni reflexión. Sucede, sin más. Sucede y te impregna de por vida. Por eso, en la primera revirá de la Virgen la Salud entre inciensos y azahares y rodeada de vecinos, un recuerdo te invade y la ves a ella con su pañuelo turquesa sentada en la esquina esperando ver a su virgen. Y crees escucharla, Pilili, pídele algo a la Virgen. Por eso lloras en esa levantá en la que piden por Fulano, que este año está malo y no ha podido venir a verla. Por eso te emocionas cuando los críos se arremolinan en la rampita del Salvador, porque tú un día fuiste ese niño al que, entre paseo y paseo, le hablaron del pelícano del Amor, la rosa de Santa Marta o el Zaqueo en la Borriquita. Ese niño que torturó a su familia aporreando un tambor el Viernes Santo, Niño, que se ha muerto el Señor, el mismo que sabe que un día antes hay que quererse mucho porque su padre año tras año le recuerda que es el Día del Amor Fraterno. Por eso no es religión, ni siquiera las costumbres de una ciudad, son las historias de aquellos que la habitamos y durante una semana tenemos los sentimientos a flor de piel.

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