Definitivamente con tantos días en casa pierdo el control y la noción de lo que sucede. En casi treinta días escribiendo de aquéllos y de los otros, uno olvida hablar del diario. De si va bien o si va mal. De si asimilo el discurso de agoreros y deslenguados que les importa un pimiento todo lo que no sea su imagen y consideración, mientras aquí, en el encierro, un día tras otro nos saludamos con la misma tristeza e idéntico vacío. Acaso sea que mis entendederas ya están cansadas de tanto trajín, de tanto fake, de tanto watsap. Diré al menos que soy afortunado. La duda es hasta cuándo seguiré siendo.

En la mitad del confinamiento, todo pierde la razón. Y el sentido. Sobran motivos para pensar que nada es como era. Que lo que ayer era blanco, hoy es gris. Y mañana será negro. La mitad, como si de una vida se tratara, da para mucho. Hasta para acertar a comprender cómo te has equivocado, cómo has defendido con rigor el azul, el amarillo, el rojo, el fresa, sin que en verdad, nada fuera azul. Ni amarillo. Ni tan siquiera fresa…

¿Qué nos queda? ¿Qué nos queda para ver la luz? Echo de menos hasta mis zapatos, los que me apretaban el pie hasta no poder con ellos. Echo de menos su dolor, el que me hacía sentir vivo, el deseo de llegar a casa para quitármelos. Por no recordar, he olvidado mi niñez: la primera calada a escondidas, mi pandilla, la ciruela robada en la huerta del Carilla, mi libertad, el azul del cielo en mi primer cuaderno, el amarillo del sol en mi apenas iniciada hoja de ruta, el rojo fuerte de mis primeros años de vida… No sé dónde están. No sé dónde fueron a parar.

Hoy ha llovido todo el día. Dura vuelta al ritmo vital made in pandemia, al toque de corneta a las nueve, a los deberes, a llenar el día de cuentas, regañinas, juegos, besos, lecturas, bicicleta, abrazos… El día no fue bueno. La noche tampoco. Me desperté sobresaltado. Algo buscaba, pero no sé lo que era. Algo que me hiciera salir de esta martilleante angustia. Recobrar la calma. En la mitad del confinamiento, la vida parece perder la calma.

Mañana de trabajo y ordenador. La cara se cuadricula. No hay respiro. Piti se fue temprano a trabajar. Caye y Pablo en la habitación de al lado con sus deberes. Puerta abierta para ejercer de perfecto controlador. Sin darme cuenta, una mano acaricia mi cara. Nada ha cambiado. Todo sigue igual. Treinta días. Ahí están ellos, y a través mis hijos, la vida me permite sentir que aún sigo vivo. Razonablemente vivo.

Esta noche dormiré en paz. Volveré a ver el azul, imaginaré el amarillo y soñaré con el fresa. Todos siguen. También mis recuerdos

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