Siempre dije en cualquier trance de la vida, que el peor momento debía ser decir adiós. De pequeño, el adiós en los campamentos, el fin de curso, el final del verano, mudarnos de piso, cuando se fue mi mejor amigo del cole... Al crecer, te das cuenta que el adiós es también amargo, áspero e inoportuno. Hace que el alma se vista de gris, cuando apenas un momento antes se llenaba de luz: el adiós a la primavera, el regreso de un precioso viaje, terminar el libro más apasionante que jamás pude leer…

Hace setenta días, nos tocó decir adiós. Desde el comienzo sentimos que algo se iba, se escapaba, que éramos incapaces de controlarlo, que nada volvería a ser como antes. En ese tiempo, nos tocó dar el adiós más amargo que imaginé. Se fueron solos, solos, sin nadie, en el dolor de una habitación abandonada, sin el cariño de los suyos, imaginando, apenas imaginando, el dolor de quienes inmensamente sufrieron por no estar a su lado. "Te digo adiós para toda la vida, pero toda la vida estaré pensando en ti" (José Angel Buesa). Tengo el consuelo de que, en sus despedidas, cuando miraron por última vez, cuando supieron que era hora de partir, alguien les dijo estas palabras muy cerca, casi al oído. Y se fueron en paz. Hubo muchos ángeles de la guarda en las despedidas...

Hoy toca decir adiós. Adiós a esta trinchera, a unos renglones que en setenta días trataron de mostrar una foto fija de la pandemia. Describir cómo una familia numerosa se acoplaba a lo que no sabíamos qué. A veces hacia dentro, lo que sentimos, lo que pudimos tocar; otras hacia fuera, no dando crédito a lo que venía, a lo que constantemente asediaba. Y en medio, preguntas, casi siempre, sin respuesta. Luchamos, inventamos, creamos… hicimos hogar las veinticuatro horas. Noches en vacío, sin saber lo que venía, quién era ese monstruo que vaciaba calles, trabajos, diversiones y vidas. Quién era ese monstruo que ocupaba los telediarios con noticias que obligaban a cerrar aún más puertas y ventanas, dejando, por toda ocupación, la de mirar al techo y esperar que pasen minutos, horas, días, meses, en la incertidumbre de no saber hasta cuándo.

No todo fue malo en el encierro. Construimos familia, descubrimos que nos teníamos, que había quien se preocupa de nosotros, que no estábamos tan desencontrados, que éramos capaces de mirar, de hablar, de jugar juntos, de consolarnos, de ver que las penas, cuando tienes personas a quienes quieres, son menos penas. Las familias demostramos capacidad de crecer en la adversidad, de superarnos, de darnos compañía. También supimos dónde están los amigos…

Hora de cerrar trincheras. Mañana trataremos de salir con la normalidad de máscara, gel y distancia de seguridad. Hoy proponemos que terminó el tiempo de ocultarse. Que toca ser. Hemos dialogado mucho sobre ello. Sé que es difícil, que ver por fin amigos desborda alegrías. Pero de saber cumplir esta propuesta de nuevos hábitos, dependerá que no vuelvan a cerrarse puertas. Fuera de ello, la vida seguirá siendo vida. Toca asumir responsabilidad, pala y pico. Hay mucho por hacer. Mucho por reconstruir. Mucho por ofrecer. Una trinchera protege del fuego enemigo. El fuego enemigo seremos nosotros, si nos mostramos incapaces de recuperar la dignidad de lo que fuimos, la dignidad de lo que queremos seguir siendo.

En la esperanza de haber podido ayudar a quienes, como esta humilde familia, han permanecido durante setenta días en la trinchera; en la esperanza de ver el sol.

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