Aaron Spelling ya había creado Los hombres de Harrelson, Vacaciones en el mar, Los ángeles de Charlie, Starsky y Hutch o Dinastía, todas ellas series colocadas un pedestal de la nostalgia siglos antes de esta saturación de pestiños bajo demanda. Lo de crear una historia con unos adolescentes adinerados venía trillado de atrás. Iba a funcionar en una audiencia internacional impresionable, con dinerillo y carpetas para forrar.

Cuando Valerio Lazarov contrató para Telecinco Beverly Hills 90210 para atraer a los jóvenes que curioseaban de noche por los escotes de las Chicas Chin Chin no se imaginaba que aquella pandilla de pijos, un Verano Azul de Primera División, fuera a calar tanto y de forma tan meteórica. El nombre español remataba la faena: Sensación de vivir. Un título lamioso y autodestructivo por envejecimiento acelerado. La serie era un puro spot del cliché californiano justo cuando se anunciaba el fin de la Historia, la victoria del capitalismo por ausencia de contrarios.

Los chicos de Beverly Hills eran de instagram varios milenios antes de que hubiera redes sociales. Pluscuamperfectos, rasuraditos. Y la hija del productor, la insufrible Tori Spelling, envuelta en celofán. Al margen del primer impacto como sibilino producto mercantil, Sensación de vivir era terriblemente mala, maniquea y estomagante. Parecía que trataba temas de simples mortales, de nuestra pandilla, pero era sólo un inmenso videoclip de falsas tomas falsas.

De aquel escaparate de maniquíes de cartón cómo no iba a destacar el malote, Dylan. Resabiado, rebelde sin ninguna causa, Luke Perry arañaba los corazones de millones de adolescentes con sus respectivas pulsiones calentonas. Dylan terminó justificando la existencia de Sensación de vivir. Todo lo demás era relleno de marcas y poses. Al final Perry terminó siendo un juguete medio roto, de la galería de actores mediocres, como todos los demás del sombrajo premium. Ya tenían bastante todos con soportar además a Brenda.

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