Salvo en contadas ocasiones, la mayoría de las carreras universitarias no suelen servir para aprender un oficio. Aunque eso no se descubra hasta la primera vez que a uno le toca ejercer. Uno entra en la Universidad creyendo que ésta hará de ellos todo unos hombres de provecho. Los primeros apuntes se toman con ahínco, vaya a ser que, cinco años después, aquello que no se anotó nos cueste el puesto de trabajo. Nunca se falta a clase, por más que el bar de la esquina se antoje un oasis entre tanto desierto lectivo, y al menos no durante los primeros días. Nadie quiere perder detalle, vaya a ser que la ausencia disipe todas las cualidades para ser un buen profesional. Como si alguien supiera lo que es eso, como si un alumno de primero lo pudiese si quiera imaginar.

Los días en la Universidad se suceden, supongo que para todos por igual, entre teorías de esto, historias de aquello y estructuras de lo otro. La falta de acción ya parece dar pistas sobre lo que será la formación. Igual que el médico estudia Medicina deseoso por pisar por vez primera un quirófano, el periodista sueña con poner los pies en una redacción. El galeno cumple su sueño, al plumilla le toca aguardar. Supongo que la espera mitifica el aterrizaje, de ahí que al poner el primer pie en una redacción lo sienta como un chasco. No por el lugar, más bien por su incapacidad para ejercer de aquello para lo que se formó. Todo plumilla cree que en su primera semana destapará otro Watergate, pero se viene abajo cuando se ve incapaz de poner un simple titular.

Aunque la frustración del recién llegado no es eterna. Una especie de hada madrina lo acoge en su seno y vierte en él todos sus conocimientos, hasta esos trucos que dan la experiencia y uno jura jamás compartir. El recién llegado ya no emana frustración, parece que ya forma parte del oficio, y se relaja. Disfruta de charlas entre colegas, de cervezas en los bares y puede que de algún concierto gratuito. Entre charla y charla se descubre a sí mismo rebatiendo a Foucault y ahí lo entiende todo. La Universidad no era la escuela de un oficio, era la escuela de la vida, una fuente de cultura y conocimiento con la que aprender a ser persona para, llegado el momento, aprender a ser un profesional. Porque luego se podrá ejercer, de lo estudiado o de lo que toque, mejor o peor, pero la capacidad de raciocinio no se va ni aunque a uno le quiten las ganas de ejercer la profesión más bonita del mundo.

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