Hace unos días que Juan M. Marqués sentenciaba en su artículo sobre La zona oscura de Andalucía que en Jaén hay un déficit que conecta al franquismo con la democracia. También la pasada semana nos detuvimos en la publicación del Instituto de Estadística de Andalucía sobre datos provinciales durante los últimos 40 años, señalando que Jaén es la única provincia que pierde población, la que más envejece y con menor presencia extranjera, además de la más rezagada en términos económicos.

Quizá la primera razón del oscurantismo territorial al que se refería Marqués sean las infraestructuras de comunicaciones. La entrada de España en la Comunidad Europea permitió financiar importantes inversiones en infraestructuras, pero el grueso de las mismas se concentró en Córdoba, Sevilla y Málaga. Huelva y Cádiz quedaban desconectadas de la alta velocidad y Granada y Almería peleaban por no quedar atrás en la lucha por la accesibilidad, que finalmente dejó a Jaén como única provincia descolgada del pelotón y de la A-92, el proyecto estelar de la Junta en materia de política territorial. La variante Bailén-Granada no se terminó hasta abril de 1977 y la de Jaén a Úbeda Baeza, desde Martos, hasta finales de 2015, mientras que la autovía entre Bailen y Albacete (A-32), la proyección norte de Andalucía hacia el levante, continúa en ejecución. Del ferrocarril mejor no hablar, pese a lo cual hay que admitir notables avances en estas cuatro décadas, aunque inferiores y más lentos que en otros lugares, acentuando la sensación de desventaja a la hora de desarrollar sus potencialidades.

También Jaén está marcada, como otras provincias, por su fuerte dependencia de la agricultura. Su participación en la producción agraria regional se ha reducido desde el 12,3% en 1980 al 8,7 actual, pero la del empleo agrario se ha incrementado desde el 13,5 al 15,2%, lo que indica que la productividad ha avanzado menos que en otros lugares y que tiene más dificultades para encontrar opciones alternativas de empleo en otros sectores.

El Plan Jaén de 1953 pretendía modernizar la agricultura mediante la capitalización de la actividad y la mejora de la productividad, pero intentando limitar al máximo la emigración de los parados que inevitablemente aumentarían en las zonas rurales. La estrategia consistía en un decidido impulso a la industria en las principales ciudades, que finalmente no consiguió evitar un saldo migratorio negativo estimado por el profesor Barbancho en 229.184 personas entre 1961 y 1975, sobre una población de 736.391 en 1960.

Los primeros gobiernos autonómicos también apostaron por la industrialización como vía al desarrollo, además de por un estrambótico experimento de reforma agraria. La iniciativa se tradujo, en el caso de Jaén, en ímprobos esfuerzos para evitar la desaparición de la industria heredada del Plan del 53, en lugar fomentar su renovación. Las consecuencias fueron el mantenimiento de la dependencia del sector agrario tradicional, pese al declive general de la actividad, y el frenazo definitivo a la emigración, pero a costa de un nuevo problema que terminaría convirtiéndose en el mejor indicador del fracaso económico de la autonomía andaluza: el desempleo.

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