De los alicientes al comprar el periódico El País en los años de gloria del felipismo europeísta era la contundente bolsa de suplementos dominicales, con olor a tinta nueva y a pruebas de perfume, y de ellos, destapar de El País Semanal. Airearlo, tomar por las páginas amarillas del principio y cazar La cueva del dinosaurio de Juan Cueto. Escuela de crítica televisiva y precursor en estilo de los que hemos ido escribiendo, más mal que bien, después.

El asturiano, amistoso como si nos estuviera hablando al oído con sus párrafos, desgranaba filias y fobias con sinceridad y retranca. A los que siempre nos ha gustado la pantalla de casa en su integridad, por encima de intereses políticos, empresas o egos, nos venía bien leer su franqueza amena. Nos empujaba hasta la carcajada porque ya le aguardábamos desde días antes. Nos imaginábamos sobre qué iba a destripar al cabo de dos domingos, cuando en el par de cadenas que teníamos había apenas algún estreno y las incidencias se resumían en un puñado de anécdotas y caras. Su manía al baloncesto, con esos segundos finales estirados durante horas, era memorable y sirvió para otra legendaria página de cachondeo en El País Imaginario de la cuerda de Pablo Carbonell.

Cuando en 2007 acudí por primera vez a Radio Barcelona como jurado a los Premios Ondas lo que más ilusión pudo hacerle a este sofalícola gaditano fue compartir un rato largo de tertulia televisiva, de pasión catódica, con el maestro Cueto. Reírnos con sus inconfesables argumentos para premiar a Tengo una pregunta para usted y para una Maribel Verdú que por entonces la industria venía obviando sus méritos.

El entusiasta primer director de Canal +, promotor de formatos tan innovadores como El día después o Lo + Plus, era generosidad y observación. La televisión siempre ha sido así de seria: se ve bastante mejor tomándosela un poco (más bien un mucho) a broma.

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