Vi, por primera vez en muchos años, el partido del Granada desde mi puesto de abonado. Justo frente al que habitualmente es mi puesto en los pupitres de prensa de la tribuna, pero un nivel más abajo. Los periodistas ganamos mucho cuando nos trasladaron de los módulos que aún se alzan sobre preferencia. Estamos más expuestos al frío y al calor, a no ver la pantalla porque el sol la oscurece, a escribir con los dedos sin sentirlos en enero o febrero, pero a la vez ganamos cercanía con la grada. Y aún así, el contacto con el sentir de la afición no es el mismo. No se asemeja en nada intercambiar impresiones durante el juego, escuchar las conversaciones, y por supuesto, abrazar a tu padre y chocar los cinco a tu tío con los goles.

Tomé el pulso de una hinchada con ganas de ilusionarse, pero que se ha curtido en tres años de Jianguismo. Hasta que no llegó el tercero, algunos no se atrevieron a sobrerreaccionar con Puertas, respondiendo también a ese estado de embriaguez futbolística del almeriense, que más que por un nuevo entrenador, parece que se ha dado un bañito en la marmita de Astérix. O a hacer de Fede San Emeterio una suerte de Sergio Busquets adaptado a la Segunda División. Incluso de descubrir cómo un José Antonio Martínez acomplejado en la primera parte fue capaz de marcar y luego dar una exhibición de colocación y toque en apenas un descanso mediante.

Hubo olas y olés, algo que no comparto siendo la jornada 5, siendo Segunda División, y también por coherencia en los tiempos que vivimos. Los olés son para los toros y cada vez me suenan más a desprecio a un rival que encima es modesto, pese a jugar bastante bien a esto. La ola se inventó en el Mundial de México 86, 32 años ha, lo que implica que se ha quedado un poco desfasada. Esto en un estadio en el que si no es por esa esquina de la zona baja del fondo sur sería un terrible cementerio al que ya hasta le cuesta levantarse por palmas, último recurso de aquel que quiere animar en un partido pero sin dejarse la garganta. Aún así, lo asocio a la prudencia. Cuanto más se gana, más cerca está la derrota. Y aquí lo saben los 9.000 que han quedado.

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