Análisis

PANDEMIA Manuel barea 20

Terapia de quiosquero

Mi actual quiosquero -uno va teniendo varios a lo largo de la vida, según las mudanzas y los tumbos que va dando- no falta ni un día a su puesto de trabajo. Tiene algo de soldado en una garita, avizorando ahora una extensión despoblada, igual que un recluta en un fuerte del Séptimo de Caballería a la espera de que brote en el horizonte del desierto una amenazante columna de humo. Siempre ha tenido otro paisaje muy diferente: gente yendo y viniendo apresuradamente los días entre semana y más tranquila, disfrutando del paseo, el sábado y el domingo, gente atestando las terrazas de los bares, niños jugando en los columpios. Ahora no hay nadie. Los bares, que en esta zona están puerta con puerta y sus veladores cohabitan, están cerrados. Los niños han desaparecido. El coronavirus es como el viejo siniestro de Chitty Chitty Bang Bang, los ha quitado de en medio.

Estando todo tan solitario y tan silencioso parece que fuera uno a comprar algo ilegal y prohibido. Y lo que uno quiere son periódicos. Unos cuantos. Prefiero lavarme las manos por la tinta que el papel prensa me deja en los dedos -incluso por la que me hubiera dejado un fichaje en la comisaría- que por la mierda del bicho.

Lo de periódicos prohibidos no nos es tan extraño a algunos. En este país lo fueron no hace demasiado. Todos tenían que contar lo mismo, lo que se les dictaba. Hay algunos, disfrazados de demócratas, que no tendrían inconveniente en que volviera a ser así, o muy parecido a eso. Lo intentan, porque se cabrean cuando un periódico no publica lo que ellos quieren. Comprar en aquella época más de un periódico era una supina gilipollez. Para qué, no había ninguna diferencia: un periódico de Oviedo contaba lo mismo que uno de Alicante. Pero si alguno tenía la ocurrencia de contar algo distinto lo tenía claro: cerrojazo.

Al quiosquero le compro tres. Le pregunto qué tal va la cosa. Al consabido preámbulo de "Bueno… aquí estamos", le sigue una conversación mínima, aunque podríamos demorarnos porque aquí, al contrario que en el supermercado, no hay cola. Y sin embargo, sin mencionar la palabra, él reconoce la esencialidad de la prensa cuando con actitud pesimista indago cómo le va:

-Estos días mal, ¿no? No vendrá casi nadie.

-Qué va, sí vienen.

-¿A por periódicos? -insisto más cenizo aún, adelantándome a su respuesta de que no vende ni uno, de que la clientela le llega a por tabaco, chucherías y recargas del bonobús aunque no haya a donde ir.

-Claro, muchos -dice-. Se ve que hay ganas de información.

Creo que pongo la cara del tonto que se lleva un corte, de alguien que esperaba oír una cosa y oye otra muy distinta. Y para bien. Disimulo la exultación -pero controlándome para no venirme arriba, tampoco es plan-, y le pregunto por él.

-Mucho mejor aquí. ¿Quedarme en casa? No, sería un desastre.

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