Una canción se impone estos días por encima de otras. Es Summer in the city, de los Lovin' Spoonful. Intento tararear la más punk y anfetamínica Here comes the summer, de los Undertones, que alterno con otra sesentera, Here comes sumer, en versión de los Dave Clark Five, pero en las condiciones actuales -que me temo no se diferenciarán mucho de las de los próximos meses- creo que será lo más saludable ir pensando en pasar el verano en la ciudad. Este de 2020 que se avecina trae consigo -más que como una obligación, una maldición- una planificación extraña. Por el momento las prioridades del común -y se supone que juicioso- de los mortales no tienen nada que ver con las de una organización normal-ya estamos- de las vacaciones (si es que llegamos a tenerlas). Al igual que con otras cuestiones, las autoridades se ven empujadas a abusar del paracetamol para mitigar el dolor de cabeza que les está causando el simple hecho de tener que pensar qué hacer con el cada vez más inminente (y deseado) éxodo a las playas. Sí, ahora, las playas...

La pandemia no da tregua. La cruel codicia del coronavirus no tiene límites. No es sólo un asunto de puertas adentro de los hospitales, con sus profesionales exhaustos intentando evitar más muertos e impedir más contagios. El Covid-19 no está aún confinado ni aislado, ni tiene horarios para salir ni su libertad de movimientos está restringida. El bicho puede ir a la playa cuando quiera. Es problema nuestro que la incertidumbre y la confusión nos hagan pensar que él haya sido el primero en clavar su sucia sombrilla en la arena, y hay muchas probabilidades de acertar si pensamos eso.

Lo dicho: las autoridades se funden estos días los plomos para organizar el aluvión a las playas. Que el fenómeno se les fue -se nos fue- de las manos hace tiempo es algo archisabido. Desde hace décadas la superpoblación playera ha servido tanto de punto de partida de la charla familiar en el chiringuito dando cuenta de un plato de sardinas como de objeto de debate en simposios de expertos en turismo y globalización que intercambiaban conclusiones, tarjetas y móviles en el cóctel de clausura. Al año siguiente, lo mismo: más sardinas entre más codazos y más simposios entre más copazos.

A la playa ya no se podía ir como se estaba yendo, cierto, pero a la playa no se puede ir como algunos quieren que vayamos. Ahí está el dilema. La playa es para muchos de nosotros un sitio muy especial, y a medida que pasan los años el más importante sobre la faz de la tierra: porque ahora es el reencuentro, cada vez más complicado pero siempre igual de intenso cuando es posible, con quien fuimos -con quien en el fondo y de verdad somos-, y es el reencuentro con lo más parecido a la felicidad que hayamos podido llegar a sentir.

Si no puede ser así, casi mejor pasar el verano en la ciudad.

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